Steve Jobs, la caligrafía

De andar y pensar   |   Paco de Coro

15 noviembre 2018

Llega nuestra hora. La de los calígrafos. Dicen que somos pocos, pero es por convención estadística. Bueno, en realidad, no somos muchos, pero somos muy buenos. Una especie rara, ¿en vías de extinción? En realidad somos la primera clase que ha arriado la bandera del estado del bienestar, del derecho a la pereza y a un tiempo parcial o total, de prêt-à-porter, colectivo y barato. Y es que ahora hay mucho desertor de todo lo que comporte esfuerzo, atención, dedicación, pasión.

En un lugar del mundo y no hace mucho tuve el siguiente diálogo:

-¿Confías en mí, Javier Valiente?

-Digamos que sí.

-Déjame que te explique algo.

-De acuerdo.

-Tú has tenido un hermano, Jesús, listo y bueno como él solo, al que yo al menos durante un par de cursos le di, entre otras asignaturas, caligrafía, todos los días una hora.

-Un mundo desaparecido, Paco.

-No tanto.

-Cuando Jesús Valiente levantaba la cabeza del cuaderno de caligrafía, y Joaquín Caraballo, y “El Visi”, Eusebio, Galván, Juan José Mejías, Vicente Donoso, Jesús “el Madrileño”, y José Mª Llorente, se les notaba potentes como pocos. La caligrafía es cuestión de talento y de tesón. Al poco conocían todos los trucos de la americana comercial y un poco menos de la redondilla y de la gótica, hasta algunos los habían inventado ellos mismos y otros los ejecutaban con una perfección indiscutible.

-¿Quieres decir que en la caligrafía se trata de una pelea?

-Sí, toda vez que le quites la poesía. Es pelea en estado puro contra ti mismo y a favor de ti mismo.

Y me digo, y te digo:

-Y todo esto que has oído, amigo Javier, en realidad, fue un monólogo. Yo estaba hablando solo. No había nadie, ¿sabes? Nadie. Tú no oíste nada. Nada, ¿de acuerdo?

-De acuerdo. No he oído nada.

Fuese lo que fuese, me imaginé que algo estaba pasando. Que la apisonadora de la Historia estaba moviéndose sin que ni siquiera pudiese sabotearla metiendo una muleta en el eje.

-¿Qué vas a hacer ahora, Paco de Coro?

-¿Ahora? ¡Ahora voy a limpiar de miedo este artículo!

Mira, una de las consecuencias de la implantación por todas partes de los ordenadores y teléfonos móviles es que las nuevas generaciones están perdiendo el hábito de escribir a mano. ¿Eso que significa? Significa que la escritura se ha vuelto impersonal. Antes podíamos entresacar rasgos del individuo por la forma de escribir una carta: los renglones, su inclinación, el tamaño de las letras, el uso de los márgenes, la elección de sobres y hasta el contenido del remite. Antes y ahora que lo pienso, hace años que no escribo ni recibo cartas, así escritas de puño y letra, salvo las de propaganda electoral, algún banco y algún amigo de excepción.

Amigo Javier, yo he sido un devoto de cartas en mis años más jóvenes: a mi familia, a mis amigos, a mis alumnos. Yo no sé de donde sacaba tiempo para aquella constante producción epistolar. Las primerísimas cartas que yo redacté, medio dictadas por mi madre o por mi abuela, fueron a Dña. Casilda Jiménez, viuda de Echevarría, de Granada; a la señorita Asunción Alcorcón y de la Lastra y a los Reyes Magos naturalmente. Melchor, Gaspar y Baltasar, de cuyo nombre sí quiero acordarme, porque como los signos significan, los tres deciden en nuestra tradición con la Epifanía –manifestación de Dios, en griego- la revelación universal de Cristo a todas las razas humanas. Oye, que esto es catolicismo fetén. Es decir, que cada hombre de cada país tiene derecho –de-re-cho– a ser cristiano conforme “a su estrella”, a su historia, a su idiosincrasia. ¿Me permites? ¡Malditos, sí, malditos, los que encojen ese poder expansivo de la fe; los que, conscientemente, trazan fronteras imprecisas y caníbales sobre nuestras creencias. Que la fe no es una apuesta a bazas cantadas: es un riesgo y una aventura, con soportes netos y humanos.

Siempre he asociado el acto de escribir o dibujar a la cocina de mi casa, donde mientras mi madre cosía, planchaba, fregaba, cocinaba, yo escribía a mano mis redacciones y mis caligrafías de americana comercial para la “seño Pilar”, del grupo escolar Miguel de Unamuno en Madrid, o para “Don Fila” de Salesianos Atocha. Más aún, solía esconderme de mi padre que me reprochaba mi excesiva afición a los tebeos y a dejar volar la imaginación. “¡Cuentas, cuentas es lo que tienes que hacer”. En una ocasión, introduje en la carta a los Reyes Magos la petición de una pluma estilográfica, de aquellas que promocionaba la marca Caramelos Campeón, si lograbas juntar con sus cromos todas las letras de su firma. Imposible. Me atiborré de caramelos, pero nunca me salían ni la L ni la P. Los reyes pasaron de mi petición, pero en ese mes de enero me salieron, por sorpresa, las dos letras. De todas aquellas experiencias me viene esa sensación de gusto prohibido que todavía siento al escribir. Piensa que mis 40 libros los he escrito yo y a mano. No voy a cambiar ahora a los 77 años.

En otro lugar del mundo y en otro tiempo, un muchacho llamado Steve Jobs desertó de sus clases en la Universidad y se interesó por la caligrafía, quedando fascinado por las posibilidades de expresión que brindaba la arquitectura de las letras y de los números. En sus propias palabras, consideraba que la caligrafía era “hermosa, histórica y artísticamente ingeniosa como no lo puede lograr la ciencia”. Años después Jobs incorporó la caligrafía a la Macintosh, que fue así la primera computadora en tener una preciosa tipografía. La verdad es que los productos del genio de Steve Jobs, en lugar de ser difíciles, aburridos y acaso rancios, obsoletos y anacrónicos se convirtieron en amigables, elegantes y sobre todo objetos de deseo, hasta apasionado, por sus seguidores.

Corre por las redes y hasta rotulado en caligrafía gótica y como en tinta china la poesía anónima del siglo XIII, que a la letra dice: “Los fuegos que en mi encendieron / los mis amores pasados / nunca apagarlos pudieron / las lágrimas que salieron / de los mis ojos cuitados / Mas no por poco llorar / que mis llantos muchos fueron / Mas no se pueden matar / los fuegos del buen amar / si de verdad se prendieron”.

Y entre los fuegos del buen amar, quedan mis cuadernos de caligrafía sin borrones, lo cual al principio me parecía imposible. Pues, la verdad, una de mis frustraciones de pequeñajo fue la incapacidad para evitar las manchas y tachaduras en las blancas páginas, que eran minuciosamente supervisadas por la “seño Pilar” o por “Don Fila”. Y entre los fuegos del buen amor, quedan los cuadernos de caligrafía sin borrones, lo cual al principio les parecía imposible, de los garzones de Salesianos Ciudad Real, de 1961 a 1963, Caraballos, Mejías, Llorentes, Valientes, Galvanes, Donosos, Montalvos, Muñoz, Villaseñor, Benitos, “Visis”, Cañizares, que podían hoy leerse como una cornada en todo el mentón del mundo de hoy, si no hubieran quemado uno de mis baúles en el desván de la casa abacial de mi tío, mosén Gregorio, de Casbas de Huesca. Un aviso estremecedor, que hoy, tantos años después, revienta de sentido. Algunos de mis cielos se hicieron añicos. Sin embargo, esta mañana, en el paisaje que me rodea, el cielo es una dádiva.

3 Comentarios

  1. PepeG

    Magnifico! con tipografía automática, que no es capaz de expresar la rica y bonita experiencia que me ha proporcionado tu texto.

    Responder
  2. Bonifacio Collantes

    Querido Paco, me acabas de llevar a mi infancia, cuando comprábamos los cuadernos de caligrafía a Don Vicente Del Bosque, que luego utilizabamos en clase, o aquellos cuadernos de Don Mariano Ruiz que mandabamos Don Joaquín García y yo a Guinea Ecuatorial.
    Qué tiempos, no volveran

    Responder
  3. Antonio

    Steve Jobs: un genio artístico y comercial, más que un genio del I+D+i. Las herramientas del iPod venían dadas décadas atrás por el gobierno norteamericano. La clave del éxito de Apple, cómo apunta Paco, fue su «caligrafía».

    Responder

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