Amigo Javier:
Nuestro otoño 2023 quiere ser un sabotaje de las certezas. O sea.
San Isidoro de Sevilla, natural de Cartagena (Murcia)
tan murciano como Carlos Alcaraz o Bárbara Rey
tan sevillano como La Macarena o el Cristo del Gran Poder.
Fue el internet con báculo y mitra en una época en que los reyes se llamaban Sisebuto, Alarico, Eurico, Witiza.
Polígrafo, políglota y polímata desde el centro irradiador de la polis sevillana, fue el hombre más sabio de su tiempo, que concibió el disparatado proyecto de reunir todo, todo, el conocimiento de la humanidad desde su llegada al “Paraíso terrenal”, y lo que es peor todavía: es que lo llevó a cabo.
Polímata, erudito que tanto sabía, caminó sobre la tristeza de los tiempos oscuros del siglo VI, viviendo ochenta años de los de entonces, sin cartilla de la seguridad social ni copago sanitario por la sanidad privada, que con ellas flotas o te hundes.
Obispo católico, hasta las trancas, convirtió a los reyes godos al catolicismo más auténtico –marcando así decidida y decisivamente la historia de España– sacándonos del error arriano. Su sola memoria debe bastar para cegar esas fuentes emponzoñadas del correoso tópico sobre la pereza andaluza. Cierto, cierto, que la familia de Isidoro de Sevilla provenía de hecho de Cartagena, pero él ocupó la silla del arzobispado hispalense durante tres décadas y media y desde aquí proyectó su sabiduría histórica, literaria, lingüística a una Hispania que había dejado de ser romana y avanzaba sin parar en la alta Edad Media, donde la realidad podía adquirir contornos de cocodrilo.
¿Cómo lo hizo este murciano, si por entonces no había bibliotecas, ni tampoco el corta y pega? ¿Cómo pudo avanzar en el planazo este Alcaraz de la fe católica, faro de costa, en un mundo que se sostenía de otra manera, sin archivadores en el Tribunal Supremo para apilar todas las páginas que este portento sureño escribió a mano alzada, como yo hago con mucho menos acierto, en pleno siglo XXI?
Crece Isidoro en un hogar que mezcla lo mejor de cada casa, sin doble sentido: la nobleza hispanorromana de su padre Severiano –la de los emperadores Trajano, Adriano y Teodosio– y el linaje visigodo de su madre Teodora. Según algunos cronistas el matrimonio tiene que huir de una Cartagena en manos de Bizancio y se instala en la ciudad del Guadalquivir con sus tres hijos mayores: Leandro, Fulgencia y Florentina. Los tres fueron canonizados, lo mismo que su más célebre hermana menor: Florentina que, por ejemplo, fue abadesa de cuarenta conventos. Aunque lo parezca nada que ver con la mundanidad y el marketing de otras sagas tipo Kardashian.
Aquel era un tiempo extraño
y mantenerse a ras de superficie
suponía ya un triunfo.
Cada vez había menos remansos.
Ahí es nada y tal y qué sé yo.
Juntos Severiano y Teodora viven sus nostalgias encendidas en Sevilla. Son dos pájaros fugitivos dispuestos a desaguar en naves nuevas, donde nacería Isidoro, de modo que al decir de estas crónicas el santo sería tan local como la manzanilla, el Cristo del Gran Poder o la Macarena. La Macarena, del barrio de San Gil. Nada que ver con la Macarena Olona. ¡Oído!
Pero, amigo Javier, mucho más importante que su discutida cuna es su indiscutible talento, que asoma muy pronto en forma de una gran facilidad insultante para los idiomas: latín, griego y hebreo. Las lenguas más cultas del momento. En latín, pues, escribe toda su obra oceánica, pero en las corrientes de su estilo sencillo se pescan frecuentes y sutiles localismos que avanzan noticias del primer vagido de la lengua romana, o sea, del castellano incipiente, en ciernes. Nada que envidiar a San Millán de la Cogolla.
Isidoro crece en sabiduría y amor de Dios, pero condena el zarpazo bárbaro de otros tantos “juegos de tronos”, enredado en los agrestes patios de castillos e iglesias, allí donde se escucha el ruido estridente de su corazón.
Que la vida tiene algo de agua
que se hunde.
Que era difícil hacer pie en su presente,
porque muchas certezas, su suelo,
había sido arrancado de cuajo.
Los reyes godos no son tan majestuosos como lo esculpe la plaza de Oriente de Madrid, ni el paseo de la Argentina del Retiro: les gustaba hacer la guerra, provocar bravatas e insoportables razzias; de leer, nada de nada y de rezar lo justo. No quieren preguntar por quien doblan las campanas. Saben de sobra que doblan por una ciudad conquistada o un ejercito desolado y en retirada.
Es en estas circunstancias cuando Isidoro piensa que el legado clásico le necesita para sobrevivir y se toma la tarea de su rescate muy a pecho, tanto en la teoría como en la práctica. Con ayuda o sin ayuda, es igual.
El sabio ama la noche de los ojos abiertos, que es horizonte de su mirada y de su estudio. Los godos son arrianos –herejía que niega el origen divino de Jesucristo, y por tanto el dogma católico de la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo–, y para convertirlos nuestro sabio se da cuenta de que lo más eficaz y lo más práctico era dirigirse a las élites. A la mismísima monarquía, que clavaba cada madrugada sus anchas mandíbulas sobre los pensamientos y sentimientos de sus vasallos.
Zarpazos indeseables, pero necesarios. Y San Isidoro se lanzó de frente para lograrlo. Le ayudó el hecho de que su hermana Teodora, quinta de la saga, contrajera matrimonio nada más y nada menos que con el rey Leovigildo, a quien Leandro, predecesor de su hermano en el arzobispado sevillano, tenía enfilado “por hereje, infiel y mal cristiano”.
Los hijos del rey fueron Hermenegildo y Recaredo, y este nombre ya nos suena más porque fue nuestro emperador Constantino el Grande: el rey que con su conversión oficializada en el III Concilio de Toledo (año 589) fundió los destinos de la fe católica y de la corona bajo el signo romano, sacudiéndose cualquier polvo arriano. “Habrase visto”.
Amigo Javier, los historiadores no cuestionan el papel de Isidoro en este proceso, angular y fundacional, de la identidad política y religiosa de España. Si Leandro se mostraba inflexible, su hermano pequeño, nuestro Isidoro, tenía una prisa, desgarrada y cívica, por abrir las puertas de la Iglesia a los visigodos, a todos, a todos, empezando por la casa real. A todos. Se adelanta, a su manera, al Papa. A todos.
El ars amandi a la patria le hace sangrar, y, como no acepta razones para inercias tristes y arrianas (que duraron dos siglos, oye), se entrega a las caricias de las liturgias romanas en las catedrales góticas, donde se producían conversiones en masa.
Por eso se sumerge en la sabiduría del libro, de los libros.
Por eso se sumerge en la sabiduría de la liturgia romana.
Por eso se zambulle en la sabiduría del latín y del griego, alimentando el misterioso universo que funciona dentro de él.
Ya reinaba Recaredo convertido y católico “pata negra”, cuando Leandro muere y entonces Isidoro es elegido arzobispo de Sevilla. Ambos entonces “prenden fuego a la tierra”, que se abrasa en el proselitismo más voraz, en medio del estruendo de un catolicismo flatulento y en masa, que continúa bajo el reinado de Sisebuto.
Fuerte como una ceiba que se disfraza de flor, a Isidoro, al sabio estratega, le zarandea todo, todo, el bronco sabor de la existencia propia y ajena. Formula entonces la doctrina de la unión entre Trono y Altar, que entonces resultó de gran encuentro jurídico, y que perduraría hasta mucho más de las revoluciones democráticas, que fue alumbrando a su manera la Ilustración (todo por el pueblo, pero sin el pueblo): todavía hoy el presidente de los Estados Unidos despide los discursos implorando para América la bendición de Dios.
God bless America!
¡Dios bendiga a América!
Trono y Altar.
La fórmula triunfa porque delimita muy bien las competencias de ambos, al tiempo que reconoce su encaje complementario: la Iglesia salva su independencia espiritual, a cambio de reconocer al soberano la legitimidad divina de su poder.
Altar y Trono.
Autoridad espiritual y temporal quedan retratadas a ojos de los fieles–súbditos/súbditos–fieles del recién nacido estado confesional, marcado en ese mismo momento a la incoherencia endurecida de las guerras de religión, los “progroms” inquisitoriales y otras miserias de la teocracia que sólo la laicidad desplazaría, atajaría y hundiría (en Occidente, ya lo vemos) y muchos siglos después. En fin, por el momento fue un avance: un cauce de orden en medio de un caos tribal.
Amigo Javier:
Nuestro otoño 2023 quiere ser un sabotaje de las certezas. O sea.
San Isidoro de Sevilla, natural de Cartagena (Murcia)
tan murciano como Carlos Alcaraz o Bárbara Rey,
Narciso Yepes o Raquel Sastre,
Francisco Salzillo o Sita Abellán,
Arturo Pérez Reverte o Charo Baeza,
tan sevillano como La Macarena o el Cristo del Gran Poder,
treinta y cinco años al menos arzobispo de Sevilla.
Embrujado en el bosque distante de “María Luisa”
o el parque cercano de los Poetas Españoles,
gime su sabiduría por las riberas del Guadalquivir
hasta las monumentales naves góticas de la catedral.
Es la magia de penetrar los sueños… y en Andalucía.
Es la magia de penetrar todas las aplicaciones
de Internet.
Fue el internet con báculo y mitra en una época que los reyes se llamaban Sisebuto, Alarico, Eurico, Witiza… y ahora con reyes como Juan III, Juan Carlos I o Felipe VI.
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