Permítanme que me tome la libertad de parafrasear el título de un veterano álbum de Joaquín Sabina, variando solamente el último pronombre: del “contigo” original al “conmigo” de este escrito. El conjunto de esos cuatro pronombres de la primera persona del singular me parece encajar como anillo al dedo con uno de los últimos escándalos que ha golpeado a la sociedad español ya demasiado sacudida por el embate de la pandemia: las vacunas administradas a quienes no tocaba.
Como si del azote de un nuevo morbo se tratara, un reguero de casos ha ido salpicando toda la piel de toro. Pincharse para recibir la preciada inmunidad frente a la Covid-19 sin ser persona clasificada entre los grupos preferentes de riesgo, ha devenido en pocas semanas en una suerte de infección viral extendida entre centenares de cargos públicos, políticos, funcionarios, sindicalistas, mitrados, policías o militares.
El goteo incesante de casos que los medios de comunicación han destapado cada día ha salpicado a políticos y autoridades de todo el espectro y así, la opinión pública española ha pasado de la sorpresa al pasmo, del pasmo al bochorno y del bochorno a la indignación. Con dos peligrosos efectos colaterales: la desafección y la desmoralización. “No quiero saber nada de políticos que dicen representarnos, pero después solo piensan en su propio provecho”, piensan los desafectos. “¿Para qué esforzarme en ser un ciudadano honrado si los de arriba demuestran su corrupción con conductas como esta, cuando está sufriendo tanta gente enferma o de grupos de alto riesgo?” se preguntan los desmoralizados.
Ya sé que no todos los que han recibido la primera dosis del suero lo hicieron a sabiendas de que estaban pasándose cinco pueblos, es verdad. La realidad es compleja también en el abanico de razones ante un comportamiento como este, por ejemplo: que fueron inyectados porque ciertos profesionales sanitarios les aseguraron que formaban parte del grupo reglamentario. Pero, en todo caso, estos constituirán una minoría poco significativa en el conjunto y -vamos a ver- la obligación de todo ciudadano adulto es la de estar bien informado y conocer las leyes y disposiciones vigentes que les pueden afectar de forma directa.
Tantos y tan variados casos de vacunación fraudulenta tienen que responder a causas más profundas, a un modus operandi viciado y enquistado en las convicciones personales de no pocos ciudadanos cuya praxis en el asunto de las vacunas pero no solo, denota bien a las claras que han desarrollado anticuerpos contra una buena ética para la vida en sociedad, y ello causa más pronto que tarde “las heridas más lacerantes del tejido social, porque perjudica gravemente tanto desde el punto de vista ético como económico: con la ilusión de ganancias rápidas y fáciles, en realidad empobrece a todos, menoscabando la confianza, la transparencia y la fiabilidad del sistema”. Son palabras del papa Francisco describiendo la corrupción en un discurso a funcionarios del Tribunal de Cuentas de Italiano, en 2019.
“La ilusión de ganancias rápidas y fáciles…” ¿y qué mayor ilusión que ganar rápidamente la garantía de no caer enfermo de coronavirus en esta pandemia interminable que nos tiene atemorizados?
Esa conducta corrupta que evidencia el recibir la vacuna de una forma fraudulenta acaba revelando el profundo egoísmo que emerge imparable cuando desde una situación de poder o privilegio uno entona el “sálvese quien pueda, pero primero yo y a los demás que los parta un rayo”. O si se prefiere, declina sin pestañear el pronombre de primera persona del singular: “yo, mi, me, conmigo”. Penoso.
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