¿María Moliner o Google?

De andar y pensar   |   Paco de Coro

5 abril 2018

Era mentira. Es mentira. Casi todo lo que se dice a los enfermos a lo largo de los pasillos grises es mentira.
Solo los campos de olor reales o inventados te orientan en la enfermedad o en la curación.
Yo pensaba todo eso en mis dos meses y medio de UCI y planta, planta y UCI en Hospital Moncloa.
Quizá no hubiese debido pensarlo.
Tenía la mirada perdida, y los médicos lo sabían, y yo lo notaba.
– ¿Qué le pasa, Francisco?
– Nada, gracias.
– Le llevamos a quirófanos. No queremos que se canse.

Si diez o doce personas habían muerto ya en aquellos quirófanos a lo largo de su historia, sus almas tenían que estar allí, acechándome, y marcándome las horas. Solo había que seguir los campos de olor de sus palabras para seguir viviendo.
En ‘La educación de las hadas’, uno de los filmes de José Luis Cuerda, la protagonista, una ornitóloga, habla de la orientación en el retorno de las palomas mensajeras por los campos de olor.
La memoria, la memoria histórica, sigue un método parecido.
Los campos de olor de las palabras.

Estos días me viene a la memoria el historiador Villoslada, uno de mis maestros en la Gregoriana de Roma, al oler un campo de palabras en el María Moliner. Tenía mucha razón García Márquez cuando decía: «Este diccionario es la mejor obra de la lengua española». A los cantos de mis desgastados tomos les han salido como pecas. No sé por qué, imagino que la piel de las manos de la Moliner se quedó así, pecosa, medio arrugada, de color tierra, después de trabajar quince años con las raíces de las palabras.
Pues bien por los campos de olor de la Moliner retorna el magno trabajo de Villoslada, Lutero, desdoblado como un par de palomas mensajeras: 1. El fraile hambriento de Dios y 2. En lucha contra Roma, reeditado con motivo del Centenario de la Reforma, después de trabajar casi, casi, veinte años con las raíces de los hechos.
En los silencios obligados de la investigación va cayendo sobre el papel el campo de olor de las palabras.

«Una imagen por mil palabras» proclaman tantos y tantos perezosos, tantos y tantos embusteros, eligiendo posiciones indolentes que claman al cielo. Y me explico. De un tiempo a esta parte cuando me invitan a dar una conferencia, me adelantan siempre: «¿Trae Vd. un pendrive, el power point, el ordenador? ¿Preparamos el cañón?». Confieso mi perplejidad y suelo responder: «Sí, sí, preparen lo de costumbre». Patético. Lo que tiene que ser una sonda de hondo calado humanista para comprometerse con la humanidad viva se formula, al contrario, como un alarde de técnicas con escaso contenido. El vacío de la palabra se rellena con ruidos mecanizados, perdiendo así la orientación las palomas mensajeras del saber. Ni María Moliner ni Ricardo Villoslada encuentran su camino al desaparecer los campos de olor de las palabras. Más contenido y menos continente. Más palabra pensada, condensada, vivida, espoleada por la vigente mirada del silencio y menos televisores, menos Google.

1 Comentario

  1. Antonio

    En ocasiones, es al revés: «Una palabra vale más que mil imágenes». Mirad hoy los excesos de Zuckerberg en Facebook, tan cuestionado. Un mito caído?

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