“El cántaro vacío es el que hace más ruido” (Foción)
Nuestra época es la época del ruido: ruido físico, ya que somos uno de los países más ruidosos del mundo, entre otras razones, porque somos muy tolerantes con él.
Tenemos una enorme capacidad de aguantar el ruido exterior. Y también nos entregamos alegremente a producirlo. Pertenecemos a una cultura estridente. Hablamos en voz alta como si nos dirigiéramos a personas situadas a centenares de metros. En el curso de las reuniones interrumpimos sin rebozo alguno a quien ha tomado la palabra, y tenemos la asombrosa capacidad de simultanear conversaciones sin que esto nos perturbe ni inquiete. Esto no ocurre únicamente en la vida familiar, sino que también se puede verificar en tertulias radiofónicas o televisivas, en las que la gente se interrumpe sin rubor alguno, aullando en estridente algarabía, como si la verdad de los argumentos estuviera relacionada con los decibelios.
Esta capacidad de producir ruido va pareja con la incapacidad de escuchar al otro y hacer silencio. Creo que fue el presidente Azaña quien dijo que “Si los españoles hablaran realmente de aquello de lo que conocen bien, se haría un gran silencio”.
Sorprende la facilidad con la que se apresuran muchos individuos a dar su opinión sobre aspectos en los que no tienen conocimiento, con tal aplomo y decisión que dan la impresión de haberse pasado la vida dedicándose al tema aludido. Hace poco un personaje habitual de las tertulias de cierta cadena televisiva especializada en temas que nada tienen que ver con las candidaturas al Premio Nobel, dijo que “Con Einstein tenía algunos puntos de discrepancia”. Pobre Einstein. Qué temible adversario le ha surgido desde ciertos estudios televisivos.
La producción de ruido también correlaciona con la ineptitud para reflexionar. Porque para ello hace falta tiempo. Tiempo para confrontar las experiencias personales con otras ideas; con los ideales que se persiguen; con lo leído o escuchado. Todo esto resulta vano intento si no dedicamos tiempo a pensar. El factor “tiempo en silencio” es lo que nos permite rumiar lo aprendido, leído, escuchado. Y concretarlo en decisiones prácticas.
Esto lo han sabido hacer desde siempre personas que, letradas o no, sabían vivir. Eran sabios. Tenían sentido común. Eso que resulta tan difícil de concretar, pero todos sabemos a lo que nos referimos: el sentido común. Es la expresión de esa sabiduría intuitiva de la que hacía acopio la gente del pueblo de generaciones pasadas, quienes, sin haber cursado ningún máster, sabían enjuiciar los acontecimientos de la vida, y tomar decisiones que producían el máximo de felicidad a las personas que les rodeaban.
Pues bien: vivimos sin duda alguna, tiempos de estruendo y algarabía; o más bien, tiempos de alaridos de hordas vociferantes que compensan la escasez de ideas con derroches guturales. Hordas que se unen ante un enemigo común, al que demonizan, y atribuyen todos los males.
Cuando hordas enfrentadas se ponen a aullar al mismo tiempo, el bramido es ensordecedor, y llegados a este punto, el ejercicio de la racionalidad, el diálogo y la escucha devienen imposibles. Se considera tarea inútil escuchar al contrario, cuando el grupo al que se pertenece tiene todas las respuestas. Hay que conservarlas enlatadas, bien claras y contundentes, separadas de la confrontación con otras ideas, no sea que se ponga en evidencia su falsedad y vacío.
Los aullidos solo pueden ser sofocados por el silencio y la reflexión; por el ensimismamiento y profundización en las ideas. Eso lleva tiempo. Y es una tarea ardua. No es sencillo leer un clásico o adentrarse en las profundidades de alguna obra densa. Pero es tarea indispensable si se quiere activar las posibilidades de nuestra mente. Aprender a pensar es algo más que recoger información sin elaboración personal.
Ya sé que esto es como predicar en el desierto. Cuando es tan fácil pasar horas frente a una pantalla de móvil antes que dedicar unos minutos a la lectura, leer se convierte en un acto de rebeldía. Es la afirmación contundente de la propia libertad de pensamiento crítico. Es volver a la nostalgia de “las luces”, fascinados por el poder del pensamiento.
Es un excelente remedio frente a la polarización destructiva que nos amenaza.
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