En una sociedad como la nuestra, caracterizada por la diversidad cultural y la pluralidad de ideas, el respeto a los sentimientos religiosos constituye un imperativo moral y social. Este principio no solo garantiza la convivencia pacífica entre ciudadanos de diferentes creencias, sino que también refleja el compromiso con los valores democráticos y el respeto mutuo. Precisamente, el respeto a los sentimientos religiosos es uno de los indicadores de la salud democrática de una sociedad.
La libertad religiosa: un derecho fundamental
La libertad religiosa es un derecho humano reconocido por la Declaración Universal de los Derechos Humanos y protegido por las constituciones de los estados democráticos. Este derecho no solo ampara la práctica individual de la fe, sino también su expresión pública. Lamentablemente, en el mundo sigue habiendo muchos países donde, por ejemplo, los cristianos, son perseguidos. El mes pasado se publicó el informe de la asociación Puertas Abiertas que sigue este fenómeno a nivel mundial, y en él se señalaba que “más de 380 millones de cristianos sufren altos niveles de persecución y discriminación debido a su fe”. La persecución anticristiana crece, “nunca tan intensa en 32 años de investigación”, con un dato alarmante: en el último año “4.476 cristianos han sido asesinados por motivos relacionados con la fe”, revelaba el informe.
El respeto en una sociedad plural
Ciertamente nosotros vivimos en países donde se respeta la libertad religiosa, en un Estado de Derecho que garantiza esta libertad para sus ciudadanos, es un bien protegido jurídicamente, y es determinante y notorio, en nuestro caso, por ejemplo, el lugar que ocupa la Iglesia y sus diferentes instituciones en nuestra sociedad. Pero no podemos no ser conscientes de lo que otras comunidades cristianas están sufriendo por su fe.
Al mismo tiempo, es también una llamada de atención para entender que, sin llegar a extremos de persecución como en otros lugares, el respeto a los sentimientos religiosos en nuestra sociedad se convierte en una forma de reconocer la dignidad de las personas y sus convicciones profundas. En una sociedad plural, donde conviven creyentes de diferentes confesiones y tradiciones religiosas con otros que no lo son, conviene recordar las palabras de Benedicto XVI: “La religión no es un problema que los legisladores deban resolver, sino un factor que contribuye de manera vital a la vida de las sociedades”.
Uno de los retos más grandes en las sociedades contemporáneas es la indiferencia religiosa, que a veces se traduce en actitudes de burla o desprecio hacia las creencias. Este fe nómeno puede generar tensiones y resentimientos que erosionan el tejido social.
Al valorar y proteger las creencias de todos, no solo reafirmamos los principios democráticos, sino que también construimos una sociedad más justa y solidaria.
A veces se entienden los derechos como un exhibicionismo impúdico del mal gusto y la falta de respeto a los demás. Como si el hecho de que algunas conductas no estén judicializadas fuera excusa para ejercerlas. No está prohibido por las leyes ir en bañador a un funeral, pero a nadie se le ocurre hacerlo. El ejercicio de la libertad de expresión no puede consistir en un concurso de deyecciones fecales. Hemos caído tan bajo, que hace falta reivindicar lo evidente.
En efecto hay en nuestra sociedad pluralidad de ideas, y también caben, en el campo de las creencias religiosas, los ateos y los agnósticos, que quedan dentro del señalado “compromiso con los valores democráticos y el respeto mutuo”. Asimismo caben en la sociedad los cristianos que, no obstante, percibamos desatinadas algunas prácticas (incluso actitudes y actuaciones) desplegadas por las autoridades eclesiásticas, o desplegadas por los propios creyentes y quizá ubicables ya en el terreno del folclore.
Los sentimientos religiosos son respetables, pero debo confesar que percibo ridículo rezar para que llueva, como extravagante observo la indumentaria de los obispos en algunos actos litúrgicos, por no hablar, pero sí hablar, de la capa magna de Cañizares. En estos casos y otros, la burla puede resultar censurable, pero en modo alguno debería ser tenida por delito a mi modo de ver. Es que lo de rezar, por ejemplo, por la paz o para que se apague un volcán puede advertirse legítimamente como ofensa al sentido común.
Claro, podemos traer muchas frases de papas, como también de filósofos, de científicos, de estadistas, y hasta cuestionarlas. A mí me gusta más el papa actual que el anterior, pero la cosa es que la religión se resolvió, para bien o para mal, para gusto o disgusto de Benedicto XVI, en nuestra Constitución, la del Estado aconfesional. En este Estado podemos pedir a los ciudadanos que no delincan, pero hemos de permitirles que digan lo que piensen, ojalá que con mesura, buen gusto, objetividad y rigor conceptual.
Pues eso…. que hay cosas que no deben de ser judicializadas. Per el sentido común va más allá de lo estrictamente jurídico. Y todas tus afirmaciones son… opinables. Con algunas estoy más de acuerdo que con otras. Pero, insisto, vamos mal si el ejercicio de la libertad de expresión se ejerce como la posibilidad jurídica (no punible) de defecar sobre todo lo que existe. Yo he vivido en un país de mayoría musulmana, en el que había un exquisito respeto por las creencias de los demás,. Por eso el nivel de convivencia era envidiable… Aquí, en el mundo occidental, la libertad de expresión consiste en reivindicar el derecho narcisista a la flatulencia verbal, como expresión de la propia personalidad.