Y DON BOSCO LLORABA…
Las lágrimas resbalaban
por tus mejillas ajadas.
Musitabas los latines,
no salían las palabras.
Introibo ad altare Dei,
ad Deum qui laetificat iuventutem meam.
Me acercaré al altar de Dios,
al Dios que llena de alegría mi juventud.
Ya te costó subir el primer peldaño.
Un golpe te dio el corazón.
Sí, el Dios que había colmado tu vida,
el Dios que la había llenado de alegría,
desde el principio.
El suelo ya no era mármol.
Tus pies, desnudos,
pisaban tierra de nuevo.
En el silencio de la basílica
oías voces, gritos, rugidos…
¿Eran chicos? ¿Eran bestias?
Golpes, puñetazos,
y tú en medio,
atónito, sudoroso…
“¡No con golpes! ¡No con golpes!”.
En la Hostia contemplabas
los verdes prados de I Becchi.
Te subías a la cuerda,
-pies ágiles, cuerpo grácil-,
mantenido el equilibrio
por manos prestidigitadoras,
de pastorcillo campesino,
que, ahora, a duras penas,
convertido en anciano buen pastor,
palpan temblorosas
a Cristo Eucaristía.
Per Ipsum, et in Ipso et cum Ipso.
Por Cristo, con Él y en Él.
Y al elevar la Sagrada Forma,
tus ojos se cruzan con su mirada,
con los ojos que te miran desde el cuadro,
dulces y penetrantes:
“Yo te daré la Maestra”.
Y tu sollozo fue llanto.
“Soy el Hijo de Aquella que tu madre
te enseñó a saludar tres veces al día”.
Y llorabas.
Tu madre, Margarita, tu madre.
Trabajando y rezando,
cocinando y rezando,
trajinando y rezando,
bregando y rezando.
Tu madre, la única que acertó.
“Quizás un día serás sacerdote”.
Tu madre te soñó.
Y llorabas, y llorabas.
Junto a tu madre, la Madre.
“A su tiempo lo comprenderás todo”.
Prado y cielo abiertos,
iglesia, taller,
cobertizo y patio,
¡Valdocco!
Las lágrimas se derramaban,
sin contención,
a raudales,
río sereno de alegría y gratitud,
de humildad y despedida.
“A su tiempo lo comprenderás…”.
Eucaristía de gracia y plenitud,
y una firme convicción:
“¡Ella lo ha hecho todo!”.
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