Aquella Pascua fue especial. No solo porque fue la primera o por la efervescencia social y política del momento. Sino porque, además, la figura de un obispo mártir asesinado en San Salvador tiñó de rojo los contenidos y las celebraciones litúrgicas de aquel año. Recuerdo que lo viví con pasión. Quedó grabada para siempre en mi corazón la historia de monseñor Romero, cuya imagen rota tras el altar después de ser tiroteado, permaneció impresa en mi retina mucho tiempo. Era el obispo de los pobres, el mártir de la liberación, el fermento de una Iglesia nueva que se abría paso en un nuevo orden mundial.
Después de aquello han pasado muchas cosas. He madurado mi fe. He acrecentado mi sentido eclesial. Ha tratado de responder a la llamada del Señor a entregar la vida en su nombre por los jóvenes más pobres. Mucho tiempo después, la figura de San Romero de América continúa siendo inspiradora y puede que – hoy mas que nunca – luminosa en mi proceso vital. La Iglesia ha reconocido la santidad de quien ya era sentido así en el corazón del pueblo hace mucho tiempo. Hoy agradecemos a Dios, una vez mas, que nos ha enviado pastores buenos que no han huido del aprisco cuando arreciaba el miedo. Pastores, como Romero, que han sido la voz de los sin voz en un contexto social políticamente humillante para los más vulnerables. Pastores, como San Romero de América, que han levantado a un pueblo para proclamar que el Reino no está de parte de los poderosos. Pastores buenos, en fin, que derraman su sangre – como el Maestro – por defender que Dios llora cuando sus hijos más débiles son violados y pisoteados.
El próximo 24 de marzo celebraremos su memoria litúrgica. En la canonización, dijo Francisco que Romero y Pablo VI son los testigos de una Iglesia extrovertida que ha superado su auto-referencialidad. Romero, San Romero de América, y el Papa del Concilio nos estimulan a seguir peregrinando hacia los pobres para abrir – en el nombre de Dios – prisiones injustas y vendar corazones heridos. Como aquel adolescente de diecisiete años, hoy mi corazón apasionado y acrisolado por los años sigue latiendo con fuerza cuando resuenan las palabras del obispo de los pobres: “Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”. Amén
0 comentarios