DONDE EL CORAZÓN RETUMBA, SALESIANOS EN LA RESTAURACIÓN ALFONSINA

De andar y pensar   |   Paco de Coro

19 enero 2022

NOCHES EN LA PLAZA MAYOR

–   ¡Chist! ¡Que te calles! ¡Ca…! Que no me dejas dormir.

–   Te mato, te mato, que no me dejas dormir –decía un chiquillo astroso.

–   Como te oiga el sereno terminamos en el cuartelillo –replicaba un pillete canijo.

–   No, no, en el patio de los micos, no te jiba –sentenciaba El Chino.

–   Bueno, chicos, que yo me voy al Corralón de las Acacias. Que allí se duerme como Dios manda.

–   ¿Y cómo manda? ¿También en esto manda?

Se asfaltaba, por entonces, la Puerta del Sol.

Diez o doce hornillos vomitaban por sus chimeneas un humo espeso y acre.

Ahora, envueltos en deshilachados capotes de la última guerra carlista, docenas de chavales se disponían a pasar la noche por las calles del Arenal, Mayor, Gerona, Zaragoza, la Plaza Mayor… Recostando sus cabezas sobre un adoquín, como Dios manda, el mundo de golfos y pillos, de mendigos y muertos de hambre, se recogía en los soportales de la plaza, para hacerse sitio.

–   Hazte el dormido que nos visita Su Señoría, el sereno y con el mimbrajo.

–   ¡Cállate, o nos correrán Montera arriba como ayer noche!

Éste era el reto que –paradójicamente– les hacía respirar. Deshacerse de la vida en la propia intemperie de la noche, durmiendo a pierna suelta en la Plaza Mayor.

La Plaza Mayor, de Madrid.

Un nombre lleno de resonancias, que a ellos les importaba bien poco.

Una  incitación a andar. El sitial de un sueño que no soñaban.

Dormir en la Plaza Mayor cada noche era iniciar la aventura. La de sí mismos. La de sobrevivir una vez más.

Dormir en la Plaza Mayor cada noche era tener el mismo aire de fuga en la mirada. También la sensación de infierno.

Chicos y garzones, chavalotes y hombres, empezaban a sentir la complicidad de la noche, de la transgresión encima, hasta del delito, y ello incluso físicamente se notaba.

Todos, todos, sabían que algo, no demasiado bueno, harían juntos, que un hilillo sutil los enganchaba, como delincuentes y colegas de gestos obscenos o atrevidos.

El fuego de las hogueras volvía verdes los adoquines, y hasta se diría que la cara de esos chicos lo era también, como si sugiriese otras fronteras.

Más de uno quería ser destruido por la vida y para eso en la Plaza Mayor se abandonaba, rompía las barreras de las convenciones. Toda una suerte de velo de silencio se extendía sobre las risitas de mendigos y trotamundos, de golfos y de pillos.

OLOR A SUDOR RANCIO

La flor y nata del parlamentarismo español, camino de la Cámara Baja, se topaba todos los días con los ojos pitañosos y hondos de aquella chiquillería de Magdalena, Progreso, de Ave María o Lavapiés, de las Cambroneras o Embajadores.

Manuel Silvela y Francisco Lastres, diputados del partido conservador, se habían quedado mirando el inmenso balconaje de la Plaza Mayor y tuvieron que fijarse una vez más en esa secuela de desharrapados, que iban llegando precisamente a aquellos soportales, a aquel fragmento de zoco, vestidos siempre como si fuese invierno.

–   Señor, una limosna.

–   Unos reales, caballero.

Se escuchó un eructo y el ruido de una botella al golpear con otra vacía.

Parecía una suerte de campamento nómada, en pleno corazón de Madrid.

–   Señor, una limosna.

¿Qué costumbre –porque debía ser ya un hábito– llevaba a aquellos chicos, a esta plaza mitológica, que (y ahora Silvela y Lastres se daban cuenta) estaba insólitamente sucia, incluso con trapos sucios, enredados en los balcones?

Francisco Lastres y Juiz, cubano penitencialista, venía, desde hacía tiempo dando garito y hospicio a toda esta gallofa entrañable de golfos y raterillos en sus folletos y artículos, en sus libros y conferencias.

Lastres le ponía a todo un toque personal. Sabía a verdad. Y ya está. También Silvela.

No tenían que moverse del sitio, habían llegado a la tierra incógnita y tan nuestra de los golfetes, pillos y micos,  mientras el resplandor de la luna y la hoguera les titilaba en la piel delante de aquellos chicos mendigos y trotamundos.

Olvidaron las fachadas y pinturas barrocas, esos sueños vagos de Felipe III y Felipe IV. Ahora, éste era el plato fuerte que soñaba su paladar. No podían sentirse ajenos. El corazón no era diferente de esta densidad atractiva.

El aire arrastraba un olor denso, grasiento, muy fuerte: sudor rancio y agua estancada.

–   Creo que me van a dar náuseas –dijo Silvela.

–   Creo que… –añadió Lastres, interrumpido.

–   Una limosna, señor… ¿Nos liamos un cigarro? – propuso un enano descarado.

Las fogatas volvían verde las losas, y hasta se diría que las caras de los golfos y mendigos eran verdes. Lastres y Silvela se miraban, como si sintieran algo especial. Como si una voz interior les sugiriese otras fronteras…

RUEDA DE PRENSA

La inteligencia de Lastres, para él, su inteligencia política, quería decirse, era más una palmada al hombro que una herramienta para conquistar el poder.

 –   Señor Lastres, ¿y va usted para jefe del ejecutivo? –le preguntaban los periodistas jóvenes.

–   Jovencito –les atajaba el figurón– esas cosas nunca se preguntan así. Así nunca le voy a decir a usted la verdad.

Francisco Lastres no iba para presidente del Gobierno, ni muchísimo menos, ni para presidente del partido canovista, liberal, culto, moderado. Pero le había cogido demasiado gusto al problema de los chicos en la cárcel de El Saladero. Además, en España, todavía no se había dado solución al tema de la delincuencia juvenil y por eso había convocado a los periodistas de Madrid, para exponerles la conveniencia de crear un establecimiento correccional de jóvenes, montado con arreglo a las necesidades y exigencias de los países cultos de Europa.

 –   ¿Y a usted qué le parece ese proyecto de la Escuela de Reforma para chicos, señor diputado?

 –   A mí me parece un buque insignia a punto de naufragar, pero con un único náufrago, caballeros.

 –   ¿Qué es?

 –   Yo, yo, naturalmente, joven.

Y tenía razón.

El proyecto de esta Escuela de Reforma no terminaba de arrancar. Ya la Primera República de 1873 había pensado en ello. Ahora, con la Restauración de Alfonso XII, políticos de la talla de Manuel Silvela y Francisco Lastres, querían dar alma a la transición política, inspirando una salida digna a los chicos y pillos, crecidos y recreados, en la violencia y la pobreza de las calles de Madrid.

Aquella noche del 21 de noviembre de 1875 era como una amante joven y vistosa que le cogía a uno del brazo.

Francisco Lastres tenía un largo sueño de chicos y garzones, recogidos en hogar y había convocado a rueda de prensa. Nadie podía pararle los pies.

Allí estaba Cárdenas, director de El Tiempo; Calvete, redactor de La Política; Pacheco de El Imparcial, Campo y Navas de La Correspondencia, Avial, director de El Globo  y representante de El Diario Español, La Patria, El Solfeo, El Eco de España, El Popular, La Ilustración Española, La Nueva Prensa, La Gaceta.

Lastres paseaba su mirada por el auditorio. Hablaba con los periodistas.

–   Tranquilos, caballeros, que yo me invento la Escuela de Reforma.

Y Manuel Silvela y el mismísimo Marqués de Salamanca delegaron en él la cosa.

PRIMERA PIEDRA BLANCA

Francisco Lastres se lanzó a la gran creación de la Escuela de Reforma.

Tenía una gracia personal y sola. Con ese nombre predestinado, logró interesar a José de Salamanca y Mayol –Marqués de Salamanca–, quien no sólo aceptó presidir el Patronato, sino ofrecer unos terrenos suyos en el barrio de La Guindalera.

Entonces te acuerdas que el marqués de Salamanca había sido al gran banquero y potentado del reinado de Isabel II y te entraba el corte.

–   ¿Y lo del marqués, cuándo se sabrá, Paloma?

–   ¿Qué de qué? ¿Lo de la subasta de sus cuadros?

–   No, el fracaso de sus proyectos de urbanización de Madrid.

–   Quizá sea mentira, está celebrando la primera piedra de la Escuela de Reforma con el propio rey.

Era el 20 de julio de 1876. El aire, siendo limpio, tenía sabor: una mezcla notoria de sudor y mugre perfumado. Alfonso XII, ante la Princesa de Asturias, el gobierno en pleno, el Cuerpo Diplomático, representantes de las Cámaras Legislativas y la Junta de Patronato, se disponía a colocar la primera piedra del edificio destinado a Escuela de Reforma.

Como si un viento tremendo estuviese a punto de abatir  a los presentes desde la cima del mundo,  Alfonso dijo:

–   Necesario es que se levanten en España edificios a propósito para corrección de los jóvenes, y tengo la convicción firmísima de que, siguiendo por este camino, será completa algún día en España la reforma penitenciaria.

El rey encontró la más franca cordialidad en los presentes, casi una vibración de alegría.

Con aquella primera piedra todos estaban celebrando, a su manera, lo que toda España: un entretiempo de democracia y país nuevo, que hacía tremolar Madrid como una bandera. ¿Monárquico o republicano?

Este país tomaba posesión de sí mismo otra vez y se oían campanas en las iglesias.

Alfonso XII decidía convertir el acto en prólogo de alguna fiesta futura concluyendo:

–   Felicito a la junta que tiene a su cargo el desarrollo de esta idea, animándola a continuar por el camino emprendido, y que sea esta piedra blanca un momento que acredite todo lo que es capaz de conseguir la iniciativa particular.

Quince días más tarde, más en concreto el 8 de julio, Alfonso ordenaba crear la nueva Cárcel Modelo, cuya primera piedra se colocaría el 5 de febrero de 1883.

–   ¿Y usted qué piensa de todo esto que está pasando, señora?

–   A ver si esta monarquía nos sale mejor que la de su madre, digo yo.

–   Pero esta monarquía tira a república.

–   Pues con tal de que tire…

LE CAZARON LAS DEUDAS

El marqués de Salamanca era un banquero de cara apaisada, todavía con pelo y edad difícil, un hombre que tenía padres, quizá como todos los banqueros. El marqués de Salamanca se mantenía como hombre reservado, íntimo, firme e irónico, como sobrevolando una ciudad conocida y sujeta. El señor marqués era un artesano de la santidad financiera, de esa santidad negra de los poderes, y con decir poderes ya está todo dicho.

En 1860 había logrado amasar una de las fortunas más cuantiosas de su tiempo.

Pero llegó ese momento en que todo: fortuna, poder y tiempo y nombre tantas veces repetido, todo fue una inmensa llaga girante y todo él fue aquella llaga. Tuvo que marchar a París con la frente alborotada de políticas y de deudas.

Se dice que a su muerte, el 21 de enero de 1883, dejó a deber a sus servidores salarios por valor de 150.000 pesetas. Total nada.

–   Se me ha ido a París la esperanza sensata del reformatorio –dijo Lastres.

–   Al decir sensata quería decir práctica, eficiente –añadió Silvela.

–   Pues no creas; yo, a José últimamente le veía nervioso y hasta ido.

–   Yo lo que digo es que se nos ha ido un gran amigo.

–   Y al Patronato su presidente –volteó los ojos Lastres, con tijereteo de miradas. Luego sacó unas cuartillas y se dispuso a escribir.

Lastres, Francisco Lastres, era quien devolvía siempre a todos su realidad segura, confortable y profunda de que iban a trabajar en grupo y bien apoyados unos en otros. Lastres tenía poder de convocatoria y coqueteos y pasteleos de político desde antes de pertenecer al partido de Cánovas. Hablaba como un charlatán y los prohombres, que secundaban el Patronato del reformatorio, se sentían liberados ellos también. Mientras la bofetada negra y el navajeo feo cruzaban la casa de la chiquillería del patio de los micos, en El Saladero, la cosa iba tomando confort de tertulia dentro de la casa de Lastres. Los tabacos y licores habituales devolvían el olor fuerte de la vida a los junteros del Patronato de la Escuela de Reforma.

–   Del señor marqués, debiéramos aprender.

–   Al potentado de Isabel II le ha cazado la ambición.

–   Las deudas, amigo, las deudas.

–   Se dice que conspiraba.

–   Los endeudados siempre conspiran.

Francisco Lastres, ajeno a parlerías, fijaba por escrito, bien visible, los nombres de los integrantes de la Junta del Patronato de la Escuela.

EL TUFO DE LOS BANQUEROS

Pues bien. A rey muerto, rey puesto.

Manuel Silvela fue el heredero poderoso, mejorado y dedicado del marqués de Salamanca en la presidencia del Patronato y el marqués de Casa–Jiménez, rico, listo y práctico, en la vicepresidencia.

El mundo de la delincuencia juvenil rozó al marqués de Casa–Jiménez, con atinada eficacia, y se lo hizo sentir a su mujer.

Fumaban algo de tabaco, pero, salvo, algún día que se excedían en la cantidad, los efectos nunca pasaban de una apertura de sensibilidad, y las cosas y las ideas llegaban mejor.

–   Cariño, he regalado al Patronato las hectáreas de Carabanchel.

–   Es que también tú tienes ataques –dijo Rita, su mujer.

–   Eso es la clave de todo. Tufo, cariño, tufo –sentenció el marqués–. En ese tufo genero una potencia inconmensurable, benigna o maligna, que alerta la vida, nuestra vida.

–   Pero…

–   Además le he dado cinco mil duros, para empezar. Cariño, llamaremos al correccional: “Escuela de Reforma de Santa Rita”. Así, va por ti. ¿Te hace?

–   Me parece generoso y cristiano por tu parte.

–   Por nuestra parte.

Carlos Jiménez Gotall Hudson y de la Mata, nacido en Cádiz el 4 de noviembre de 1812, representó el comercio de los Zulueta, en Gibraltar, y desde 1845, ya en Madrid, se dedicó exclusivamente a los negocios, hasta 1867, en que también tomó parte en la política.

Asesor y colaborador de Echegaray, influyó en la creación del Banco Nacional de España y en el arrendamiento de tabacos a nivel nacional.

Unido a Casa–Jiménez, se engancharon también como vicepresidente, el conde de Morphy, secretario personal de Alfonso XII y el banquero Manuel de Girona y Agrafel.

Girona era una península, con su hermano, de ingenio catalán en Madrid.

Fundador del Banco de Barcelona, del Banco Hispano Colonial… y de otras mil empresas, era amigo y confidente de José Serra, el marido de Dorotea de Chopitea la madre de los salesianos en Cataluña.

Con Girona el patronato se convertía en una realidad coronada de éxito, ya de antemano.

La presencia de Girona era todo un pupilaje ardoroso y los prohombres del patronato hablaron del futuro, primero de manera convencional –artículos, estatutos–, pero rápidamente de la vida; médula que arrastra la realidad y oferta directa a las necesidades del Madrid necesitado y juvenil, marginado y niño, desplazado y en crecimiento. 

CON PERFIL DE CUCHILLO

Estos y otros prohombres del Patronato de Santa Rita, emprendedores y muy  interiores a sus obras, lograron el reconocimiento oficial de la Escuela de Reforma, en decreto perfilado, terminado y promulgado el 4 de enero de 1883. Sería el que unos años más tarde enviarían a don Bosco, para su estudio, corrección o aceptación.

La misma ley fijaba los nombres de su comisión ejecutiva, quedando formada como sigue: Silvela, Lastres, Álvarez, Cárdenas, Marqués de Casa–Jimézez, Romero Ortiz, Girona, Fontagud, Gargollo, Barón del Castillo, Ortueta, Rolo de Angulo, Pacheco, Álvarez Capra, Escobar, Pascual, Villanova, Conde de Morphy y marqués de Cayo del Rey. Así, con veintiocho dóciles letras mayúsculas, por si fuera poco.

Y así, los veintiocho, con mucho duende dentro, pusieron manos a la obra.

Ahora, había que estudiar el sistema educativo que había que adoptar.

Se hizo un semicírculo en la arena de la reunión para elegir a los delegados, que habían de visitar los correccionales de Europa y todos designaron, imparables, a Silvela y Lastres.

Pues nada, con mirada urgente y nueva, se pusieron en camino.

Los dos mejores penitencialistas de Madrid miraron a los ojos de los chicos y garzones de aquellos correccionales de Europa.

¿Eran engaños de la vista?

La mirada fija, hipnótica y vacía de aquellos muchachos les puso en alarma.

Silvela y Lastres se sintieron heridos.

¿Qué hacer?

Una fuerza enorme les pedía seguir. Sin saber por qué o cómo, seguir. Lo que tampoco debe ser tan extraño. Estas fuerzas tiran de todos. Casi todos poseemos ese tirón.

Y una vez en Madrid, trajeron las síntesis de sus impresiones y clasificaron a los chicos reformandos observados, en chicos abandonados, jóvenes en peligro, jóvenes vagabundos sin antecedentes penales y jóvenes díscolos de familias humildes.

Mientras Silvela, fuerte y callado, daba buena sombra al Patronato, en Carabanchel avanzaban las obras del reformatorio. Por su parte, el señor Lastres iba de bigote blanco y barba recortada, con manos napoleónicas y fuertes, en busca de los educadores.

Fue el momento. Fue en 1884, cuando Lastres oyó hablar de los salesianos de Sarriá, allí en Barcelona. La noticia le puso en ascuas. Sintió alegrado el corazón y encendida la cabeza, como si se hubiera bebido un par de whiskys.

Enredado Lastres en escritos, tertulias y clases, mandó un delegado suyo, que fuera a Sarriá, para tomar los primeros contactos.

Las noticias del delegado le penetraron con perfil de cuchillo.

–   Cada uno poseemos la facultad –dijo Lastres entre sí– de rehacer lo hecho, de darle otro sesgo.

–   Para ello, sólo nos hace falta atrevimiento. Y desprecio. Desdén por la inercia que nos duerme y aposenta.

–   ¿Podremos traer a los salesianos?

–   Intentémoslo.

LASTRES EN SARRIÁ

A medida que Francisco Lastres se iba internado en la vida y en la obra de Santa Rita sentía que las teorías penitencialistas se disipaban en él –tan experto– frente a las realidades.

Avanzaba ahora el año 1885.

Lastres, esperanzado e imparable, llegaba a Sarriá.

Juan Branda, el director de los Talleres Salesianos, le miraba abarcadoramente.

Lastres tenía que volver a Madrid con algo concreto en su alforja. El Patronato de la Escuela de la Reforma así lo esperaba.

Y empezó el juego de entregas y arrepentimientos.

–   Tira usted muy bien al blanco, señor.

–   Todo es cuestión de pulso, padre Juan.

–   Estoy por alistarle entre los mejores expertos de las cárceles.

–   Sólo que yo estoy de parte de los chicos.

–   Nosotros también, señor Lastres.

Sin saberlo, el diputado había entrado en un laberinto.

–   Nosotros basamos nuestra educación en amar, y a fondo.

Y Branda le regalaba a Lastres la biografía de Don Bosco, de D´Espiney.

Se hizo un silencio de ruidos y palabras.

Al fiel hijo de don Bosco le importaba mucho más la vida del Instituto que las obras.

Cierto, cierto, que los salesianos querían abrir en Madrid, pero no podían ceder al halago de esta oferta: un correccional. Parecía envilecer los fines del sistema educativo de Don Bosco. Reprimir, reprimir, pensaba el bueno de Branda. Ese posible éxito de la entrada, en Madrid, le parecía una idea bohemia más, que considerada despacio, sonaba a traición, o por lo menos, a claudicación innecesaria.

–   Visiten, visiten –les disparó a quemarropa Branda– la cercana institución oficial de corrección, dirigida por los Hermanos de San Pedro ad Víncula.

Pues bien, lo hicieron.

Envueltos en las palabras de Branda visitaron aquel correccional por pura formalidad, para volver enseguida a los Talleres Salesianos y dedicar todo un día al examen de la casa, su funcionamiento, su reglamento, los más mínimos detalles.

Al bueno de Lastres le cabreaba tener un adversario tan inesperado para su reformatorio, al mismo tiempo que empezaba a anudarse muy fuerte a sus deseos y  convicciones el nombre de don Bosco.

Lastres hablaba y hablaba, mezclaba, como siempre, las historias miserables de los micos de El Saladero  con las historias de los correccionales de Europa. Se le estaba poniendo la voz ronca de tanta confidencia. Por fin, ambos, por tozudez, por fidelidad y por amor decidieron escribir don Bosco.

A PIE DE ANDÉN

Para el mes de septiembre la prensa madrileña notificaba que los casos de cólera en la villa habían sido 1700, con 674 defunciones.

En medio de esta inquietud campamental, el nuncio Rampolla escribía al director de los salesianos de Sarriá. Un poco lamerón el nuncio, le anunciaba que la Escuela de Reforma contaba, nada menos, que con el favor y apoyo real. Además, que el propio Manuel Silvela quería confiar de todas todas, la dirección del centro a los salesianos, porque había tenido ocasión de conocer el celo y la sabiduría, con que se llevaban adelante los Talleres de Sarriá. Un poco de alfalfa afectiva nunca viene mal.

Pero, además, invitaba a Branda a Madrid, para tratar el asunto con la Comisión gestora de la Escuela de la Reforma, antes de que viajara a Turín, viaje del que se había enterado de costado a fin de renovar las razones ante don Bosco para aceptar la dirección de Santa Rita.

Segurísimo que Branda miró por un momento, con sus ojos sorprendidos, la carta del nuncio, después con ojos confiados y siguió callado. Después notó que las manos estaban mojadas y la sotana se le pegaba al cuerpo como si hubiera caído en un baño. Era la sorpresa y la desazón. La poderosa respiración del nuncio cerca. Y se puso en camino.

El 21 de julio de 1885 llegaba a Madrid.

En la estación de los Caminos de Hierro le estaban esperando, a pie de andén, Manuel Silvela y Francisco Lastres.

–   Padre Branda, es usted un milagro de hombre.

–   Uno vive de la fe y de los amigos, señor Lastres.

–   Bienvenido a Madrid.

–   Ya ven.

Y Silvela y Lastres daban vueltas al sombrero.

–   Cuántas atenciones les debo, cuanta fe en los poderes de don Bosco, caballeros.

–   Nos espera el señor Nuncio.

–   Pues, en marcha, amigos, que no hay que hacer esperar a la Iglesia.

Rampolla, le exhortó a comenzar los trámites, asegurándole que era expreso deseo de Alfonso XII que los salesianos aceptaran la Escuela de la Reforma.

–   No es momento de mezquindades –atemperó Branda. Y se despidió.

Como las contradicciones son parte de la vida y no hay corazón sin espinas, ni proyectos sin problemas, Branda fue a Carabanchel, en compañía de los dos diputados.

Patearon los terrenos, reconocieron los dos bloques ya levantados y…

Branda, con más sentido social que ninguno de los dos, decidió formular alguna observación sobre el sistema educativo del centro. Veía lo que otros no veían y sabía callarse.

ESPECTÁCULO DE BANDERA BLANCA

Envuelto en todo este tornado de afecto y sombra, el salesiano Branda se reunía al día siguiente, con la Comisión del Patronato en casa de Silvela.

El cuartel general de don Manuel fue una tertulia política y larga.

Manuel Silvela, de quevedos y melena limpia, de sonrisa triste entre bigote y barbas, repartía los proyectos y los estatutos, que todos habían leído. El conde de Morphy, miraba sus varios relojitos de bolsillo. El marqués de Casa–Jiménez, sentado junto a Girona, hacía números sobre el papel. La delgadez de los dos les marcaban fuertemente los pómulos, pero sus ojos tenían mucho brillo, incluso mucha fuerza.

Situaron a Branda en el lugar de preferencia.

Y se hizo un silencio cómplice y denso.

–   Sería imperdonable no agradecerles la invitación.

De nuevo rodeó al salesiano un afecto encendido y silencioso. Prosiguió:

–   A nosotros esto de la Escuela de Reforma nos parece una cosa muy interesante. Pero nosotros ponemos más sentido al prevenir que al curar.

–   Es usted muy dueño de cambiar lo que quiera –añadió Lastres.

Se siguió una batalla dialéctica por la ley de la Escuela, ya aprobada y se dibujaron las pautas de su remodelación, conforme a los deseos de Branda, pues el objetivo de todos, en definitiva, era que la juventud fuese atendida.

La Comisión se pasaba a las filas de Branda con bastante espectáculo de bandera blanca. Silvela, en nombre de todos,  y como su portavoz, dejaba claro:

–   Si se realiza la fundación, ustedes tiene completa libertad de acción.

–   ¿Sólo en la organización?

–   No sólo en la organización, sino en la dirección, como en todo.

–   Y qué se deduce de eso.

–   Se deduce la donación a los salesianos de la propiedad del edificio, mediante la escritura y hasta la reelaboración de otra ley que derogue la del 1883.

Con todo ese acantilado de concesiones y de afectos, Branda se despedía de Madrid. Era finales de julio de 1885. Los madrileños vivían la penumbra del calor y del cólera. Por debajo de todo eso el Patronato de Santa Rita olía a bodega de barco, a puerto y a salazón, a tabacos y licores, a sonrisas mundanas y a medallas académicas, que es olor de ciertos dineros, quizá por su origen fenicio.

Branda, que iba a salir pronto para Turín, se volvía a Sarriá pensando si los salesianos iban a nacer en Madrid con la vocación cambiada.

Continuará…

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