Dos corazones de plata

Las cosas de Don Bosco  |  José J. Gómez Palacios

8 marzo 2022

El brillo de la gratitud

Somos dos pequeños corazones de plata. Vimos la primera luz en la joyería de Oliviero Botecchi, afamado orfebre turinés. Nos parecemos como dos gotas de agua.

Aquel día de verano aguardábamos turno en el taller para ser engarzados en alguna diadema, gargantilla o pulsera. Confiábamos iniciar una vida aristocrática: paseos señoriales, fiestas nocturnas… orgullo, dinero, champagne. Salones iluminados. Distinguidas damas con cutis de porcelana. Reflejos de poder. Y de tanto en tanto, la envidia escondida tras una mirada indiscreta.

Cuando aquellos dos muchachos obreros entraron en la joyería, el dependiente corrió temeroso a avisar al dueño. Ellos permanecieron en silencio, apretando su gorra obrera entre las manos. Contemplaban cada rincón. Era la primera vez que sus gastadas alpargatas de esparto pisaban las losas de un santuario consagrado al lujo.

Nuestro dueño -cuando comprobó que los chicos no entrañaban peligro- les trató con desdén. No era el tipo de clientes que conviene a una joyería. Concretaron su petición: deseaban comprar dos pequeños corazones de plata. Hablaban con el temor de los humildes.

Fue entonces cuando el dueño de la joyería nos tomó de la mesa… Nos colocó sobre un paño de terciopelo azul y mostró a los chicos obreros. Sus ojos brillaron de entusiasmo. El orfebre les pidió un precio bajo. Tenía prisa por cerrar la compra… Los pobres nunca son bienvenidos a la mesa de la opulencia.

Los muchachos que nos habían adquirido se llamaban Félix y Carlos. Habían estado un año ahorrando para comprarnos. Nos sentimos halagados. Musitaban nuestro próximo destino: éramos regalo de gratitud a Juan Bosco, joven sacerdote. Perplejidad. Desacostumbrado destino el del agradecimiento.

La jornada anterior a la fiesta, Carlos y Félix nos contemplaron por última vez. Hablaron entre ellos. Se desveló el secreto intuido.

Carlos recordó cómo, siendo pequeño aprendiz de barbero, fue despedido del trabajo al quedar huérfano… Lloraba en la acera. Don Bosco se le acercó y le dijo: “Ven conmigo. Soy un pobre sacerdote. Pero aunque tan sólo tuviera un pedazo de pan, lo compartiría contigo”.

Félix era un pequeño que sufría gritos, palizas y malos tratos… Mirándonos, recordó aquel día que Don Bosco le sugirió: “Pase lo que pase, yo te haré de padre. Si te maltratan, huye. Mi madre y yo te acogeremos”. Y así fue.

Al escucharles, nuestros cuerpos de plata brillaron con intensidad de estrellas y latieron con el latido del agradecimiento.

De esta historia han pasado muchos años. Fuimos el regalo perfecto para Don Bosco. Ahora nos hallamos en el fondo de un cajón de su escritorio.

El tiempo nos ha cubierto con una pátina oscura. Es el destino de los objetos de plata cuando no se nos cuida. Pero estamos resignados. Con los años hemos aprendido que Don Bosco no nos limpiará nunca. Está muy ocupado en sacar brillo y curar las heridas de corazones de los muchachos que acoge cada día. Los corazones de plata debemos esperar.

Junio 1849. La víspera de la fiesta de San Juan Bautista, Félix Reviglio y Carlos Gastini, muchachos acogidos por Don Bosco en el Oratorio, le regalaron dos pequeños corazones de plata como muestra de gratitud. Con este gesto se inició una tradición repetida cada año (MBe III, 212-214).

Fuente:

Boletín Salesiano

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