El monedero

Las cosas de Don Bosco  |  José J. Gómez Palacios

18 enero 2022

Una siembra de confianza

Los monederos nacemos humildes. Desde pequeños acogemos sencillas monedas en nuestro interior. Nos educan para no envidiar a nuestras hermanas las carteras, siempre tan altivas por atesorar billetes.

Era yo un monedero. Cuando supe que mi dueño era un cura llamado Don Bosco, me imaginé albergando monedas de plata y oro. Pero pronto me acostumbré a las escasas piezas de cobre de aquel sacerdote entregado a los chicos pobres.

A cambio de soportar una vida austera, tuve latidos propios. Cuando Don Bosco jugaba con los chicos en el patio, el movimiento de carreras y juegos hacía que mis monedas chocaran entre ellas. Aquel “clic-clic”, “clic-clic”, era el latido de mi vida.

También sufrí junto a él: ¡Cuántas veces, ni vaciándome sobre el mostrador de la panadería, llegaba para pagar la factura del pan del Oratorio!

Nunca olvidaré sus locuras. Fui protagonista de una de ellas.

Don Bosco proyectaba levantar un gran templo para albergar el creciente número de chicos. Acotó un terreno. Encargó los planos. Eligió el nombre: Iglesia de María Auxiliadora.

Consolidados los cimientos, el maestro de obras, rogó se le concediera el honor de colocar la primera piedra. Con una sencilla ceremonia el maestro de obras puso la primera piedra. Concluido el acto, Don Bosco quiso tener un detalle con él… Introduciendo su mano en el bolsillo, me tomó a mí, su pobre monedero.

Quise disuadirle. Evitar el gesto que iba a realizar… Demasiado tarde. Don Bosco decía al constructor: “Quiero darle un anticipo por los grandes trabajos que realizará. No sé si será mucho o poco, pero es todo lo que tengo”.

El constructor abrió sus manos. Anonadado, recibió mi escasa fortuna: ocho monedas de cinco céntimos. ¡Enrojecí de vergüenza!

Pasó el tiempo. Los monederos también envejecemos. Un buen día, Don Bosco decidió reemplazarme. Como me tenía cariño, me depositó discretamente sobre una repisa de su habitación. Desde ella yo divisaba a los niños jugando en el patio. Viéndoles, añoraba aquel tiempo en el que mis escasas monedas resonaban como latidos en el bolsillo de Don Bosco: “Tic-tic”, “tic-tic”.

Comencé a perder la vista. El perfil de los muchachos se tornó borroso.

Pero un día, observé con sorpresa que algo nuevo emergía más allá de la tapia del patio: Fuertes columnas crecían hacia lo alto. Agucé la vista. Hice un esfuerzo para mantenerme con vida. Semanas después contemplé como comenzaban a construir una gran cúpula sobre aquellas columnas…

Recuperé brevemente la memoria. Volví a escuchar el pequeño ruido de las ocho monedas de cinco céntimos al caer a las manos del constructor. Se dibujó nuevamente en mi retina la cara de sorpresa del maestro de obras…

Me llené de alegría. Todo era cierto. La profecía se había cumplido. Mis pequeñas ocho monedas habían sido semillas en las manos de Don Bosco. Ahora brotaban como inmensa cosecha creciendo hacia lo alto.

Miré por última vez la cúpula de la Iglesia de María Auxiliadora en construcción. Cerré los ojos para siempre. Me adentré en el paraíso de los monederos.

Nota: Abril 1865. Consolidados los cimientos de la Basílica de María Auxiliadora, Don Bosco ofrece un anticipo económico al constructor, Carlos Buzzetti. Abriendo el monedero, depositó en sus manos ocho moneditas de 5 céntimos. Tres años después concluía el magnífico templo a María Auxiliadora (MBe VII, 553-554).

Fuente: Boletín Salesiano

 

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