A mediados del pasado mes de Agosto enfermé. La PCR que me hicieron detectó que me había infectado de coronavirus. Posiblemente me debí contagiar en una Residencia de las hermanas de Santa Ana a las que voy a presidir la Eucaristía y estaban sufriendo un brote. Cuando me dijeron la palabra “coronavirus” me asusté, lo confieso, y siguiendo las indicaciones médicas, me confiné en la habitación. Lo cierto es que cada día me encontraba peor: respiraba mal, tenía fiebre, no podía hablar, sólo tosía… al final, acudí a Urgencias y me ingresaron en el Hospital. Después de 10 días me dieron el alta y regresé a casa, muy cansado pero bien y con la intención de vivir la covalencia que me recomendaban.
He sido uno más, sí, de los miles que han tenido COVID. Uno más de los que han experimentado una sobredosis de fragilidad en unos tiempos en los que parece que todo lo tenemos bajo control.
Hoy, y animado por amigos que me han pedido que comunique la reflexión de lo vivido en estas tres largas semanas, con toda sencillez quiero poner por escrito algunas de las reflexiones de estos días, sabiendo –eso sí- que no tengo derecho a ninguna generalización chulesca ni a dogmatizar sobre la enfermedad –Dios me libre- sólo trasmito lo reflexionado en la experiencia personal.
Las hermanas. Lo primero que pensé fue en dónde había podido contagiarme. Cuando supe lo del brote en la residencia de las hermanas de Santa Ana no tuve duda. En ese momento experimenté, junto al susto, la satisfacción de compartir con ellas su mala suerte. Creo que es imposible entender a nuestra diócesis de Huesca sin valorar el trabajo de las hermanas de Santa Ana. En cuántos ambientes difíciles se han movido ellas a lo largo de los años: la educación, la vida rural, la siquiatría, el cuidado de ancianos, la atención a discapacitados intelectuales, las misiones, la maternidad, la acogida de huérfanas, la medicina… en muchos sectores de exclusión y de dificultad estas mujeres se han desvivido dejando, con amor, lo mejor de sí mismas. Con ellas compartí mis primeros años de vocación religiosa. Hoy me siento, si cabe, mucho más cercano de estas hermanas.
Infectar a los que quieres. En cuanto me dieron la noticia y los rastreadores me llamaron, repasé las personas con las que había tenido una relación cercana en días anteriores. Había compartido la mesa con varios grupos de amigos. Varios de ellos también resultaron infectados. ¡Cómo me afligió haber sido portador involuntario de un contagio!. ¡Qué mal me supo…! lo lamenté, lo confieso, más que mi propia enfermedad.
La experiencia de la fragilidad. Acostumbrado, como estoy, a una vida muy activa. Con mil trabajos, responsabilidades y tareas… me he visto frágil, muy frágil… hasta inútil. La fragilidad puede ser una gracia que nos baje de nuestros pedestales y nos enseñe el valor de las cosas realmente importantes. Cuando tenemos una tendencia al endiosamiento personal, la fragilidad sobrevenida súbitamente puede convertirse en don y ayudarnos a tomar conciencia de la propia pequeñez.
La visión del tiempo. Me doy cuenta que vivo en una saturación de actividades. Es cierto, hago muchas cosas…no tengo tiempo, me digo. Cuántas veces me he visto prisionero de un tiempo del que yo creía que era dueño. La experiencia de parar, de necesitar cuidados, de vivir despacio saboreando las cosas ha sido para mí un espacio de regalo en mi vida. Cierto es que las cosas me han ido bien, no sé cómo hubiera experimentado el tiempo si no viviera la curación. Pero lo cierto es que detener el reloj de mi vida por una causa no deseada me ha ayudado a ver y vivir el tiempo de otra manera.
El valor de las pequeñas cosas. Con frecuencia me preguntaban si no me aburría, si un tipo tan activo como yo, no sentía el tedio de dejar pasar las horas sin hacer nada. Y tengo que decir sinceramente que no me aburrí sin hacer nada. Sólo he leído (bastante), pero el placer de respirar bien, de poder hablar sin ahogarte por la tos, de no tener fiebre…la experiencia de sentirme sencillamente bien me ha ayudado. Qué poco valoramos esa minucia que es estar bien; de vez en cuando, pienso, deberíamos parar para experimentar que no nos duele nada extraordinariamente y que sencillamente nos encontramos bien.
La gracia de la ciencia. La aparición de la COVID ha cambiado el mundo, ha desbaratado nuestra forma de vida. Y ahí, denodadamente, la ciencia está haciendo un esfuerzo extraordinario de investigación. Qué preciosidad, pienso, que los científicos investiguen para curar esta afección y mejorar la vida. Qué genialidad esta carrera por llegar a tener una vacuna, una curación a esta enfermedad canalla que está haciendo tanto daño. Qué maravilla que se pueda investigar, hacer analíticas, TACS…lo que sea menester. Es cierto que siempre ha habido mucha ciencia dedicada a pensar cómo hacer daño y multiplicar el mal, pero es tan hermoso que el ser humano tenga capacidad para investigar todo lo bueno para la vida que esa capacidad me remite, casi sin quererlo, a considerar que nos parecemos al Dios creador.
Los profesionales de la medicina. Nunca recibirán todo el agradecimiento que merecen. Es genial que haya tantos profesionales de la medicina que cuidan la fragilidad. Seres humanos excelentes, que sanan con la sabiduría, la profesionalidad y un trato exquisito y humano que anima al enfermo. Y aquí entran todos: doctores, personal de enfermería, biólogos, médicos, celadores, gente de limpieza, especialistas, todos. Cuando pienso en los miles de sanitarios que se han contagiado de COVID e incluso han muerto, agradezco más profundamente el trabajo enorme y excelente de los profesionales de la medicina.
La conciencia de la injusticia en la pandemia. En todo este tiempo he pensado y pienso en tantas personas que están sufriendo esta pandemia desde la pobreza, el hacinamiento y la falta de posibilidades. El coronavirus de la COVID ha llegado a todas las partes del mundo; lo hemos sufrido en nuestro primer mundo, con medios, una sanidad moderna y mil posibilidades, y lo sufren en el Tercer Mundo y en los colectivos excluidos de tantas partes, allí donde no llega la medicina pero llega el virus y la muerte. El papa Francisco nos ha recordado que la vacuna debe llegar a todos, también a los pobres. Millones de personas no tienen en nuestro Mundo acceso a la medicina. Eso es sencillamente injusto y abyecto.
El don de la familia, la comunidad y los amigos. A lo largo de estos días mi familia, mi comunidad religiosa y mis amigos han manifestado una cercanía extraordinaria conmigo. Estar solo y aislado en el Hospital te hace experimentar el valor de las personas que te quieren y que sientes cercanas aunque no estén físicamente a tu lado. Cada detalle, cada WhatsApp, cada llamada, cada signo de afecto y preocupación de los míos me los ha hecho vivir muy cercanos a mi intimidad vulnerable. Qué don tan maravilloso es tener una familia y una comunidad que te quiere y unos amigos para los que tu vida es sencillamente importante. En este sentido, mención aparte para mí, como salesiano, ha sido el experimentar la cercanía de tantos jóvenes que se han interesado por mi situación desde el cariño. Cuántas llamadas, mensajes y WhatsApps de chavales me han animado permanentemente en la enfermedad. Ellos, lo aseguro, han sido para mí el pulmón que necesitaba y el aire que me faltaba.
La experiencia de la fe. Como creyente tengo que decir que no he rezado más que en otros momentos; tiempo he tenido, es cierto…pero no he dedicado tiempos extraordinarios a la oración. He tenido siempre, eso sí, la certeza que el Dios crucificado estaba junto a mí. He experimentado su cercanía. Tal vez la actividad incesante que habitualmente llevo me impida darme cuenta de que estoy en manos de una Presencia que me conoce por mi nombre y me ama. No he pedido por mi curación, de verdad, (tampoco me he visto apurado). He ido agradeciendo con mucha normalidad la situación que estaba viviendo. Me gustaba mucho leer el evangelio de cada día y me hacía entrar en comunión con la comunidad cristiana de la que formo parte. Este parón me ayudaba en muchos momentos a retomar la conciencia de que la vida es un regalo que hay que saborear, exprimir y paladear con calma. Tal vez en este mundo nuestro hay tantas prisas que resulte tan difícil experimentar la fe y hasta sentir la propia vida.
Ésta ha sido mi experiencia, una más, sin ninguna pretensión. Creo que las cosas que vivimos tienen que ayudarnos a dar sentido a la existencia. De todo podemos aprender. Las experiencias personales deben enriquecernos y convertirse en fuente de inspiración para nuestra vida y la de los demás. Creo por eso, que la experiencia de COVID que he vivido debe ayudarme a entregarme con más calma y generosidad a las personas, a escuchar y a ayudar con esta experiencia acumulada.
Para dar sentido a la vida de las personas, el Mundo no necesita expertos sino testigos. Me gustaría que lo vivido me ayude a ser testigo de la grandeza de nuestra fragilidad, de la dignidad de la vida humana, de la divinidad de nuestra propia humanidad… me gustaría que mi experiencia me ayude a manifestar que el virus que más destruye es la superficialidad en la vida y la indiferencia ante el dolor ajeno. Me gustaría, en fin, que mi experticia con la COVID me ayude a dar permanentemente un mayor y contagioso testimonio de amor.
Me alegro de tu recuperación y celebro tu mensaje.
Sé que tienes muchos lectores y espero que tu testimonio sirva para mejorar la concienciación entre ellos.
Como dices, contagiamos a quien más queremos, toda una contradicción.
Por ellos, por los más cercanos, debemos estar siempre con la guardia alta. De nada sirve el pánico, simplemente debemos incluir en nuestras rutinas cotidianas cuestiones bien simples: higiene de manos, distancia, mascarilla y autocontrol.
Nunca nos perdonaremos un abrazo de más.
Saludos