La capa

Las cosas de Don Bosco  |  José J. Gómez Palacios

1 marzo 2022

Recuperando la dignidad

Fui una capa lujosa y señorial. Me deterioré poco a poco. He descendido todos los peldaños del deshonor.

De mis primeros tiempos tan sólo recuerdo a mi dueño: un prohombre de la aristocracia turinesa. Le acompañé a fiestas fastuosas y espléndidas. Pero día aciago un nuevo gobierno postergó a la aristocracia. Mi dueño perdió prestigio. Confiscaron su fortuna. Pasé meses colgada en una percha de su armario… Al final, me vendió.

Mi nuevo amo era un burgués sin escrúpulos: carcajada irónica y mirada libidinosa. Nefasto empresario, compaginaba la explotación de niños en su fábrica textil con noches entregadas al juego de naipes. Al principio la suerte le hacía guiños. Tahúr afortunado. Pero su buena estrella se tornó esquiva de pronto. Se arruinó. Y yo di con mis entretelas en el “Monte di Pietà” de Turín. Me empeñó por unas míseras monedas.

Meses después pasé a manos de dos hombres torvos cuyo único oficio era el hurto. Robaban al amparo de la oscuridad y dormían de día amodorrados por la grappa y el vino.

Nunca olvidaré aquella noche. Mis sombríos propietarios planeaban utilizarme para cubrir la cabeza de las personas a las que iban a atracar en el camino de Valdocco. Me sentía tan ajada y sucia que no tuve fuerzas para quejarme.

Lloviznaba. Se apostaron al borde de la calzada. Llegó la primera víctima. Me pareció un sacerdote. Le siguieron. Aceleró su marcha. La sotana le impedía dar pasos largos.

Se abalanzaron sobre él… Con mi cuerpo de tela negra, le cubrieron la cabeza. Cayó. Le inmovilizaron sobre los charcos del camino. Descargaron golpes a ciegas. Yo apretaba los cabellos ensortijados del joven sacerdote. Sentía los latidos de sus sienes. Le registraron. Tan sólo hallaron en sus bolsillos un pañuelo y un rosario gastado. Era pobre y bueno… Nuevos golpes.

En aquel momento quise morirme de asco y vergüenza: me estaba convirtiendo en una siniestra capucha al servicio de la violencia y la tortura…

Haciendo un supremo esfuerzo, destensé las fibras de mi tejido. Aflojé la presión sobre la cabeza de aquel pobre cura. Respiró. Llenó sus pulmones de aire… Y pronunció una extraña palabra. No fue un gemido, ni una oración… fue simplemente un grito prolongado: “¡Griiissss!”.

Y en medio de la noche se escuchó un ladrido recio y profundo… Luego, el rumor creciente de un perro lanzado a la carrera en busca de la presa. Segundos después los dos ladrones yacían inmovilizados sobre el camino. En sus ojos, terror. En labios, una súplica: “¡Por favor, llame al perro!”.

Don Bosco, que así se llamaba el sacerdote, les liberó del perro. Huyeron. Él siguió hacia el Oratorio donde le esperaban sus muchachos. Un nuevo y fiel amigo acompañaba sus pasos.

Yo quedé tirada bajo unos arbustos que crecen al borde del camino. Ahí permanezco todavía. Aunque la lluvia y el sol deterioran el tejido de mi cuerpo, espero mi final con una sonrisa. Aquella noche recuperé mi dignidad de capa: ayudé a Don Bosco a llamar a “Gris”, su misterioso perro. Son cosas sorprendentes que ocurren a veces.

Nota: Noviembre 1854. Una noche lluviosa regresaba Don Bosco al Oratorio. Dos ladrones le atracaron tapándole la cabeza con una capa. Un misterioso perro, al que Don Bosco llamará “Gris”, acudió en su defensa. (Memorias del Oratorio. Década 3ª, nº 24).

Fuente: Boletín Salesiano

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