La fuente

Las cosas de Don Bosco  |  José J. Gómez Palacios

31 mayo 2022

Era yo una fuente adosada al muro de un pobre edificio de las afueras de Turín, propiedad del señor Pinardi. Una bomba manual sacaba el agua del pozo que me nutría. Mi grifo estaba unido a la boca de un oscuro león fundido en hierro colado. Una pila de piedra recogía el líquido sobrante. Siempre me esforcé por ofrecer agua limpia y fresca.

A pesar de ello, mis primeros años de vida fueron tristes y oscuros. Hasta mí llegaban los clientes de una taberna de pésima catadura llamada “La Jardinera”. Hombres y mujeres de ojos turbios y pasos tambaleantes. Palabras pronunciadas con lengua de trapo a causa del vino y la grappa. Blasfemias sin sentido. Eructos sucios. Risotadas huecas para esconder el vacío de unas vidas sin sentido.

El ruido de las botellas se mezclaba constantemente con la música de guitarras y acordeones. Cantos destemplados a voz en grito. Mi agua limpiaba frecuentemente la sangre de heridas producidas en riñas y peleas.

Tan sólo encontraba un poco de paz al amanecer, cuando los clientes de la taberna marchaban. Ahíto de abrevar a personas de tan mala catadura, deseé que se secara mi pozo. Mi vida no valía la pena.

Pero un día de primavera todo cambió… No sé cómo ocurrió. Lo cierto es que me vi rodeada por una multitud de niños y jóvenes que cantaban y jugaban. Pensé que era un espejismo en medio de mi desierto. Pero no. Habían llegado para quedarse.

Aquel humilde edificio se convirtió en la casa de los chicos sin hogar: El Oratorio de Valdocco. Un joven sacerdote, al que todos llamaban Don Bosco, era el padre, el maestro y el amigo… Una madre buena, llamada Margarita, vestía la casa de ternura. Animado por su ejemplo, me dispuse a colaborar con todas mis fuerzas. Para ellos vertí el agua más limpia que encontré en el pozo.

A ejemplo de Don Bosco y Mamá Margarita, transformé mi agua en manos de madre para lavar la cara tiznada de los pequeños limpiachimeneas; sonrisas limpias tras agotadoras jornadas de trabajo. Enjugué las lágrimas. Borré los surcos que deja la soledad sobre las mejillas… Fui agua de dignidad para las pequeñas manos encallecidas cuando regresaban de fábricas y talleres. Sacié la sed de sus bocas jóvenes, anticipo de la sed de justicia de “los honrados ciudadanos y los buenos cristianos”… Restañé las heridas de las rodillas desolladas en el fragor del juego. Me especialicé en el arte de reblandecer el pan de la merienda cuando estaba duro. Incluso aprendí a tatarear una canción de agua para el patio del Oratorio.

Aunque ha transcurrido más de un siglo, estoy todavía junto al muro de antaño. Ofrezco el milagro del agua a los peregrinos. Si algún día vienes a Valdocco, búscame. En mi dilatada vida he aprendido a saciar toda clase de sed, a limpiar hasta las invisibles heridas de la vida, a borrar los surcos que dejan las lágrimas, a reblandecer los corazones endurecidos… a poner una canción en la vida.

Nota: En el patio del Oratorio de Valdocco fue famosa una fuente de la que “con una bomba manual se sacaba agua abundante, fresquísima y agradable” para los muchachos. Aquella fuente sigue existiendo actualmente a pesar de las transformaciones habidas. (MBe II, 401; MO Década 3ª, nº 15).

 

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