La harina del costal y el aceite de la orza

22 septiembre 2021

Navegando por los periódicos digitales, me topé hace algunos meses con un artículo referido a la vida religiosa. Me sorprendió que uno de los digitales más leídos de nuestro país se ocupara de estas cosas. Claro que el titular era: “Las órdenes religiosas se mueren: Ya nadie está dispuesto a ser célibe y pobre”. El artículo, en mi opinión bastante ajustado a la realidad, tomaba como punto de partida la reciente salida de los jesuitas de Palencia después de cuatrocientos años de presencia en la ciudad. El periodista, centrado en las grandes órdenes religiosas de España, reflexionaba sobre el ciclo que vive la vida consagrada en España y en Europa apuntando al final de una etapa y buscando causas que interpreten el fenómeno.

No le faltaba razón al autor cuando hablaba de envejecimiento, pasado glorioso, cambios precipitados en una sociedad ferozmente laicista, incapacidad para el cambio, comunidades anquilosadas en procesos irreversibles de desgaste, dificultad para que posibles nuevas generaciones se integren en nuestro modo de vivir. Hace un tiempo, uno de mis hermanos con responsabilidades en la animación y el gobierno locales, escribía en Twitter: “El problema de los consagrados no es tener que cerrar presencias porque nos hemos agotado al servicio de la misión. El mayor deterioro es sostener comunidades muertas, incapaces para rehacerse y recuperarse en el objetivo que es ser buena noticia”. Y no le falta razón. Los cambios no vendrán desde fuera. Las revoluciones se provocan desde dentro.

Hemos de aprender a ser irrelevantes y no nos gusta. Hemos vivido de pasados gloriosos y hemos muerto de éxito. Desposamos el poder y coqueteamos con los círculos sociales de un nacional-catolicismo que nos obnubiló y nos hizo perder las referencias. Quienes nos precedieron no supieron ver venir la crisis que se avecinada, tan convencidos como estaban de que éramos fuertes y estábamos bien posicionados. Nos subimos de pronto a lomos de una laicidad sobrevenida a golpe de democracia y con ritmo conciliar pensando que era cool ser moderno sin calcular bien las consecuencias de una irreflexiva pérdida de identidad cuando por el desagüe, junto al agua sucia, arrojábamos también – en no pocos casos – al niño de la jofaina. Sin necesidad de culpar a nadie, de aquellos polvos, estos lodos.

Y ahí nos encontramos. En un momento decisivo en el que nuestras comunidades se han hecho demasiado viejas y nuestra capacidad de reacción es cada vez menos audaz. Intentamos frenar la sangría con reajustes de poco calado que nos aseguran unos años más de supervivencia y creemos ingenuamente que el carisma ahora es de los laicos. Convencido como estoy de la misión compartida, el “quítate tú para ponerme yo” no deja de ser una solución con las patas muy cortas y que deja aparcado el problema más acuciante: una nueva manera de vivir la vida consagrada.

Hace unos años, escuché a Benedicto XVI dirigirse en Roma a los obispos de Brasil en visita ad limina: “La vida consagrada no podrá faltar nunca ni morir en la Iglesia: fue querida por Jesús mismo como porción firme de su Iglesia”.

Son palabras alentadoras y autorizadas de una voz que conforta en tiempos de inclemencia. A pesar de los augurios de los profetas de calamidades, ni la aparente irrelevancia de miles de consagrados, ni el envejecimiento de nuestros institutos ni la dificultad vocacional son el signo de un declinar irreversible que conducirá, antes o después e inevitablemente, a la desaparición de la vida religiosa en la Iglesia. No comparto, en absoluto, las voces de quienes auguran que hemos llegado al final y ahora el carisma hay que entregarlo a los laicos. Plantear la dialéctica religiosos versus laicos es un mal enfoque del problema. La cuestión no está en la asunción de responsabilidades o en la corresponsabilidad laical. En mi opinión, la pregunta es: ¿Cómo volver a proponer una vida religiosa más auténtica, más audaz y mejor situada en la misión?

La situación de dificultad por la que atraviesa la vida religiosa, en medio de la propia situación de crisis que vive la sociedad occidental y la misma Iglesia, puede y debe ser una oportunidad para la renovación y el cambio. No es la supervivencia de estructuras lo que está en juego. Lo preocupante no es el mantenimiento de las obras. Lo absolutamente imprescindible es lo significativo de la vida consagrada y la autenticidad de su rostro en la Iglesia y en el mundo. Necesitamos un nuevo liderazgo religioso que nos ayude a leer bien la realidad y a focalizar los verdaderos desafíos a los que nos enfrentamos. Mientras sigamos respondiendo a golpe de urgencias y prisas relegando lo que es importante y dilatando procesos renovadores creyendo que la cuestión es estructural (también) seguiremos errando el tiro. David frente a Goliat.

Es el momento de la conversión a Dios que abrirá nuevas sendas en el desierto y abrirá en dos el mar para pasar al otro lado como siempre ha hecho en la historia de nuestro pueblo. Es el momento de hacer surgir un nuevo estilo de vida consagrada, necesariamente más evangélica, más humilde, más pobre, más profética. Pero que en la debilidad encuentre la fuerza de Dios que nos precede y centrada en Él, el único absoluto de nuestra vida, encuentre veredas nuevas por la que caminar anhelando que continúe haciendo brillar su rostro sobre nosotros. Lo relevante no es tener que cerrar presencias. Lo verdaderamente importante son comunidades vivas, con consagrados y consagradas que vivan anclados solo en Dios; afectivamente maduros y equilibrados; que expresen una fraternidad palpable y veraz; que se despojen de privilegios y comodidades para vivir más esencialmente y con menos ataduras; más cercanas a los pobres y comprometidas vitalmente con ellos.

No es tiempo de triunfalismos. Ni en la Iglesia ni en la vida religiosa. Pero tampoco podemos perdernos en mirar con nostalgia anhelando cuanto fuimos en otro tiempo. Por el contrario, es el momento oportuno para alentar la esperanza y consolidar la confianza en Dios que, hoy como ayer, no dejará “que se acabe la harina del costal ni el aceite de la orza” (Cfr. 1 Re 17, 14) y seguirá siendo bendición para sus hijos. También para los consagrados y consagradas que somos memoria viviente del Cristo en el corazón de la Iglesia y una pequeña lámpara encendida en la noche para los que buscan algo más de luz en nuestro mundo. Seremos una minoría. Pero una minoría creativa en medio de la realidad que nos toca vivir, capaces de pronunciar una palabra creíble en nombre del Dios de la Vida para la vida y la esperanza de las personas.

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