La primera piedra

Las cosas de Don Bosco  |  José J. Gómez Palacios

27 septiembre 2022

Mi vida de piedra destinada a la construcción se inició en una cantera situada en la falda de los Alpes. El cantero que me desbastaba me contempló con tanta satisfacción, que enseguida supe estar llamada a ser algo importante.

El chirrido de la carreta que me transportaba fue la única nana que escuché. Me descargaron en un descampado del extrarradio de Turín. Procuré que ningún golpe estropeara la perfección de mis aristas.

De pronto, todo cambio. Maldije mi suerte al contemplar el suburbio en el que me depositaban. Ausencia de edificios señoriales. Desolación arquitectónica. La única edificación era un modesto albergue.

Durante los días siguientes, nuevas decepciones. Más de un centenar de muchachos, enardecidos por mil juegos, se encaraban sobre mí. Saltaban. Gritaban. Durante varios días sufrí las penalidades que me infringía aquella grey formada por chavales alegres y bullangueros.

Por fin, un arquitecto. Le acompañaba un sacerdote joven al que llamaban Don Bosco. Se me acercaron. Admiraron mi perfecto acabado. Me eligieron para ser la primera piedra de un sencillo templo.

El arquitecto, contemplándome, imaginaba el templo entero: los cimientos como raíces, el campanario acariciando el cielo. Para Don Bosco yo era la diminuta semilla del evangelio llamada a convertirse en un gran árbol capaz de acoger a todos sus muchachos.

Días después se reunió mucha gente en torno a mí. Las blusas obreras de los chicos de Don Bosco estaban limpias. Era fiesta grande.

Me rociaron con agua bendita. Recibí aquella lluvia fina como promesa de cosechas abundantes. Luego, un sacerdote tomó la palabra. Cuando dijo que yo -la primera piedra de aquel templo- simbolizaba a Jesucristo, mis moléculas se echaron a temblar. Aquel honor excedía a mis pretensiones. Quise negarme. Declinar el compromiso… Pero los lamentos de las piedras no son percibidos por los oídos humanos. Cuando todos marcharon, quedé sola y abrumada por la responsabilidad.

Descendieron las oscuras horas de la noche. Las palabras dichas sobre mi misión resonaban todavía en mi interior. De pronto percibí un rumor de pasos. Alguien se detuvo a mi lado. Era Don Bosco. Me contempló con el futuro reflejado en sus pupilas.

Desde mi silencio de piedra, le conté mis temores. Le confesé que, a pesar de la perfección de mis aristas, yo era una simple piedra. Tras un breve silencio, me respondió: “Si tu responsabilidad es grande, la mía lo es más: he de levantar sobre ti una iglesia, pero no tengo ni una lira…”. Me sonrió con complicidad. Mientras se alejaba en la noche, le oí exclamar: “¡Dios proveerá!”. Y así fue. Dios nos ayudó.

Ha transcurrido más de siglo y medio. Cada día, cientos de personas pisan las losas de este templo. Nadie se fija en mí: estoy enterrada en los cimientos. Pero desde mi silencio de piedra, me siento heredera del sueño de Don Bosco. Por él soy mucho más que una piedra. Con orgullo puedo decir que me he convertido en semilla y anhelo; hogar y oración joven; árbol y templo.

Nota. Año 1851. El cobertizo Pinardi ha quedado pequeño para tantos muchachos. Don Bosco bendice la primera piedra de la Iglesia de San Francisco de Sales; la iglesia del Oratorio. Actualmente se conserva en uso tal como la construyera Don Bosco. (Memorias del Oratorio. Década tercera, nº 16).

 

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