LIBRO VASCO CONSEGUIDO

De andar y pensar   |   Paco de Coro

8 junio 2022

Con esponjosa calma

 

Dicen que el mar es la esencia de la vida. Lo leí, creo, en una página de Josep Pla. Él se refería al Mediterráneo.

El mar.

Qué difícil es cualquier relación seria con el mar.

Mi vida con la ciudad de Donostia es una historia cumplida, incluso en esa agua del Paseo de Salamanca, pero no puede serlo. Hay planes. Hay proyectos. Hay ecos de ausencias que se hacen fuertes y lejanas, y ajenas, y desconsideradas. El Cantábrico también es eso, premonición y ausencia invasora. El alba se desliza suave y de alguna manera guarnece.

Ugalde irrumpe por una de las aceras con dos resoplidos adecuados a las exigencias de subir las escaleras que van de la calzada a los miradores. En la misma mano sostiene la lata de cerveza y un cigarrillo que desprende algo de ceniza.

– Qué, disfrutando el paisaje –dice más de tanteo que de saludo.

– Más o menos, Martín. Es la primera vez que me siento aquí hoy.

Ayer el mar era un aquelarre y hoy es una pradera. El agua, con la calma, suele ir de lo negro a lo gris. Es alucinante.

– Así es este cabrón, que, a veces casi casi te gusta. Ya verás, esta tarde o mañana será otra cosa. El mar en calma tiene siempre algo de aviso, premonición, mal augurio…

– El mar es espera.

– Nada importa demasiado aquí. Nada que no sea mirar el agua con curiosidad.

– La quietud aquí no es templanza, Martín, sino derrota.

– Presentas libro, ¿no?

– En la biblioteca Doctor Camino esta tarde.

Tengo los ojos fijos en el horizonte, que es parte del regalo diario de ver el mar en el Paseo de Salamanca, una especie de falso infinito que parece ser final o antes del mundo.

– Voy a por otra cerveza, ¿quieres? –la voz de Ugalde ha vuelto a su condición propia, recia, de un arranque rápido y seco, propio de gargantas encurtidas por muchas horas de silencio.

– Venga, te acompaño –le respondo espontáneo a la inesperada invitación.

– Voy yo, Paco, tú quédate por aquí paseando. Vigila este mar embravecido por si aparece Moby Dick –y me palmea el hombro derecho en un gesto de complicidad.

El mar tiene que ver con lo indomable.

El mar es el fruto de su propio impulso.

Me gusta mirar el océano desde aquí. Mi capacidad de abstracción no conoce límites. Durante seis meses tuve con el mar de Donostia una historia de confianza diaria, porque desde el Archivo Municipal de la ciudad y de su cercano puerto brotaron las condiciones ideales para dar sentido a mi universo, a parte de mi tesis doctoral, al libro que hoy presento: San Sebastián: Revolución liberal y Segunda Guerra carlista (1868 – 1876).

Este mar de los vascos me provoca a veces la sensación de estar en la entraña de la investigación, del trabajo, del vivir propio, de la felicidad. También del abismo. Casi, casi, rodeado de agua por todas partes ocupo uno de los sitios más significativos donde todo continúa.

Empezó en la pepita de Vitoria-Gasteiz, la catedral vieja de Santa María y continúa aquí en el Cantábrico. Quisiera que me vieran aquí, solo, en los miradores de estos paseos robados al mar, frente al océano, mis padres, Nieves y Román, y, mis maestros Chiandotto y Javierre, en esta otra manera de ser yo frente a un paisaje donde todo varía constantemente, desde la fuerza de los vientos, la espuma de las aguas al sabor del pescado del mercado de la Bretxa.

Ugalde anuncia el regreso. Trae en una mano dos latas Keler. Camina silbando. Abre la suya, estira su cuello hacia atrás, al final del trago chasquea la lengua contra el paladar y abre la boca exagerando la satisfacción. Como buen vasco, no disimula su predilección por el sigilo y por lo oculto. O sea.

Ugalde, el periodista, el escritor, el político.

El dinamizador del euskera, el tejedor del nacionalismo, el impulsor del periódico Deia, sin confrontación alguna. Que nadie se afirma negando.

Exhibe una sonrisa leve por la esquina de la boca. Con imprevista fuerza reduce la lata de cerveza con una mano y la arroja en la papelera.

– Con esos tragos que das la cerveza te va a durar hasta Madrid –habla de nuevo a espaldas a mí–. Lo difícil no es saber adónde tienes que ir, sino encontrar el camino… La putada es esa, amigo.-

– Soy propenso, Martín, a exhibirme a lo grande: hablar, gritar, cerrar de golpe una conversación, hasta callar profundamente o soportar largas semanas contra la mesa de trabajo. La contradicción es parte de mi carácter. La observación es parte de mi oficio.

La contradicción.

La observación.

– En fin, Paco, no sé. Quizá tampoco sea para tanto, sólo que desde aquí las cosas se ven inmensas o pequeñas, diminutas, depende.

Sólo miro el mar.

En mis silencios guardo el monte Urgull, Igueldo, la Isla de Santa Clara. Desde aquí parece que todo se camufla.

– Piensa bien, oye, piensa bien. Estar en el mar también se parece a estar borracho.

– Es decir.

– A la tercera copa puedes resolver cualquier problema, pero con la resaca todo vuelve a ser lo que es, y si me apuras, a algo bastante peor –Ugalde habla en parte para sí mismo, de alguna manera convenciéndose–. El mar da seso y lo quita; y enseña que, más allá de lo que creas, careces de un lugar propio. Bueno, eso es vivir, ¿no?

– El qué.

– Pues darte cuenta de que lo único importante es lo que a veces no sabes que tienes… o lo que deseas tener.

– ¿La utopía?

– Ahora veo que lo empiezas a entender. Precisamente desde el mar las cosas de tierra a veces parecen ajenas, pero colocadas en su sitio exacto, y esa es una buena ley, oye.

– Entonces son las sensaciones las que resultan enormes.

– Con la utopía sientes cómo la realidad está esperándote.

– Y es que la utopía está en el horizonte.

– ¿Para qué sirve la utopía? Si es que la utopía sirve para algo.

– Y si está en el horizonte, tengo que caminar para alcanzarla. Si camino veinte pasos, ella se traslada veinte pasos más allá. O sea que jamás yo nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve? Para eso, para caminar.

Ugalde, el periodista, el comprometido, es un confesor impecable.

Solo miramos, el mar.

Nada hay más amable para la imaginación que contemplar cómo las olas se llenan de sol después de días de intemperie. El Cantábrico, con su densidad voraz, desprende de vez en cuando una esponjosa calma, incluso incluso alienta la frivolidad propia que cualquier hombre acumula.

Volvemos al Hotel María Cristina.

Saludamos con familiaridad a Miren Jone Azurza, mi periodista favorita, y a Edorta Kortadi Olano, el mejor secretario general de Euskoikaskuntza, que pasan haciendo yoging.

Con una brisa que encalma, veo cómo se hacen y deshacen unas hilachas de nubes.

En este momento podría abandonar todo con un falso ánimo de enigma resuelto. Podría llamar a la Editorial Doctor Camino y a la Kutxa y anunciarles que no hace falta que vaya a la presentación. Que don José Ignacio Tellechea Idígoras se basta y se sobra para el acto. Podría jurar que algo de mi vida es esto, porque no debo aceptar más peaje que el del mar de los vascos cuando se desata. Que ésta es una experiencia más directa y concreta que muchas de cuantas he vivido en Donostia.

Me despido de Martín de Ugalde y subo por las escaleras al segundo piso de habitaciones del “María Cristina”. En el rato de charla con Ugalde, un aire renovado, casi de estreno, rodea mi cara y deja una agradable sensación de mañana conseguida, de altura inmediata. Vivir arriba, en esa altura del Paseo Nuevo, sobre el Cantábrico, parece una posibilidad menos sombría.

Todo resbala sobre mis sentidos sin dejar rastro. Recupero de mi habitación el libro: San Sebastián: Revolución liberal y Segunda guerra carlista (1868 – 1876). Lo reviso. Lo hojeo. Lo vuelvo a dejar.

Al día le queda una eternidad.

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