Morir de la propia vida

De andar y pensar   |   Paco de Coro

8 noviembre 2022

21 salesianos COVID-19

En etapa de confinamiento y reflexión quiero estirar la conversación hacia la muerte. Vivo ya mis 81 años con rumores de mil olas dispersas. Me empapan las sombras de mis padres, parientes, amigos y el raspón último de carne viva de los 21 salesianos muertos por el coronavirus, como si me arrancasen raíces de tierra seca.

No estoy solo.

Me envuelven las raíces de mis antepasados. Un ramalazo de altiva sangre toledana le da a mi cara dignidad y distancia por parte de mi padre Román. Dicen, aunque yo no crea que sea del todo así, que lejanas tribus del norte de África, cruzaron el Estrecho y llegaron a Andalucía “patria amada y con embrujo” y se quedaron para siempre. Mi madre Nieves, granadina, dulce y soñadora, con milenos orientales, estrujados en la guerra incivil de 1936-39, me transmitió, sin rencor, el amor por la vida y por la muerte.

Amigo Javier, quiero hoy hacer un juicio razonado, reflexivo, “confinado”, que a mí me ha ido calando hondo a golpes de intuición y experiencia.

Los niños de posguerra, hablábamos sin parar y reíamos sin parar, ¿verdad? Negredo, Pimentel, Manero, Domenech, Varela, Sustaeta, Juárez, Ferreruela, Estévez, Caminos…?, porque la felicidad era nuestra piel. Fuimos tallas indoblegables ya para siempre, lo siento. Teníamos canciones de ayer entre los dedos. Teníamos la mirada clara y los gestos indefinidos. Teníamos luz en las mejillas y cuando tocábamos la mano de nuestras madres nos las apretaban con fuerza como si escaparan de lejanos naufragios. Allí estábamos en nuestras casas humildes, las fotos de boda de nuestros abuelos de fondo, arropados hasta el cuello, a orillas de la tristeza.

Por eso me emociona entrar hoy en las alcobas de Luis, o de Pablo, o de Antonio, o de Isabel, o de Trini, o de Bernarda, o de Julia, en Yelamos de Arriba o de Abajo, Romanones, Horche, Cabanillas, Marchamalo, Yunquera, y ver allí con noventa y tantos o cien años en el fondo de los ojos, todavía curiosos y llenos de amor y de humor, el paso y traspaso de la vida y de la muerte.

Querido Javier, viví, que no sólo estudié, el Vaticano II entre Salamanca y Roma, arrollado por la maleza de las nuevas formas teológicas y litúrgicas que cebaban la resurrección del Señor (Il Cristo risorto), pasando de puntillas por el dolor, la pasión y muerte del Señor (Il Cristo crocifisso). La estúpida ironía del destino ha ido jalonando mi vida de muertes concretas –tantas– que son ya “una quieta forma de amor y de anhelo” (Rilke), ay cientos de hombres de la residencia en la tierra, ¡ay! Los cientos de mártires salesianos, beatificados o no de la guerra incivil del 36; ¡ay! Las docenas de asesinados en los campos de exterminio de la Gestapo o en los gulag soviéticos; ¡ay! Los santazos Versiglia y Caravario, palomas blancas que vais por las orillas del río Lin Chou, que queréis levantaros, pero que no podéis, queréis levantaros, vais por las orillas del río, pero no podéis, no podéis (Alberti); ¡ay! Los 21 del COVID-19, pómulos tristes ya en la piel de mármol de la historia, de nuestra reciente historia.

Uno de los personajes de Gertrudis von Lefort dice: “Murió de lo que mueren todas las personas grandes y fuertes: murió de su propia vida”. Amigo Javier, creo que esta idea de la muerte como algo vital y personal, propio e intransferible, único, tiene un fuerte gusto cristiano. A mí me parece un neto acorde vital y religioso. Eso de llevar la muerte dentro, vivirla, como la fruta lleva por dentro, su pepita, su hueso, su semilla, no deja de ser una triunfante ventura. ¡Ojo, esa semilla de resurrección, que es lo mejor de la vida misma, sin fe, ni tiene sentido ni recorrido!

Sólo hay, pues, querido Javier, una forma de morir: de la propia vida. Cada enterramiento es una siembra y la fe sólo hace que trasladar la recolección.

Entonces, ¿la tristeza de la muerte? La tristeza de la muerte es, en realidad, la tristeza de los vivos. Lloramos por nosotros mismos, no por “ellos”. Lo que sobrenada en las lágrimas, y en los duelos, y en los lamentos, hasta pagados (plañideras) y miseros (los que oían misa previo pago), no es más que un ajuste humano para romper sellos, tópicos, remordimientos, abrir hendiduras por las que vislumbrar una realidad diversa, un mundo desconocido y no precisado (“ni ojo vio, ni oído oyó, de San Juan).

Cuando el texto rabínico del Baba Batra, del Talmud, (que me corrijan mis compis de Biblia en Roma, allá por los años Setenta: Moloney, Morand, Isikawa; los mismos Arambarri o Bartolomé) asegura que “la muerte es más fuerte que todo”, “más fuerte que el hierro y que la montaña,  más fuerte que el diamante, y que el fuego y que el agua… no sólo está cantando el terrible poder igualitario de la muerte, sino su grandeza. “Emperadora universal” llamaba Unamuno a la muerte. Siempre, desde mi uso de razón Mama Nona, mi abuela, la llamaba también “la última puerta”. Nunca es el fin, Paco, es la entrada. ¿Miedo, pues, a la muerte? ¿Ocultamiento, pues, de la muerte? Lo único temible es la vida. Lo único que hay que ocultar son nuestras cobardías, ruindades y bajezas.

¿De qué murió San Juan Bosco?

De su propia vida. “El santo más italiano y el italiano más santo”, como la fruta lleva dentro su pepita, su semilla (artrosis, reumatosis, embolia), llevaba la muerte dentro, la vivía desde dentro. Don Bosco era un vestido muy gastado que había que colocar en el ropero, diagnosticó a los 68 años, en Marsella (1884), el doctor Combal de la Universidad de Montpellier.

¿De qué han muerto los 21 salesianos del COVID-19?

Mira, amigo Javier, prácticamente todos acumulaban una biografía entrelazada a chispas de la guerra y ráfagas prolongadas de posguerra que revelaba su huella todavía hoy en 2020. En sus fotos asoma la molécula dolorosa, por qué no, de quienes han sufrido el paso del tiempo y la enfermedad (pulmonía, corazón, cánceres, coronavirus al final) sin hacer bandera del daño. Vienen impulsadas por una dignidad que no es exactamente dignidad, sino valentía por tanta crueldad, por tanto abuso y por tanto sátrapa, convencido de ser un príncipe, machacando con la droga, el alcohol, las mil adicciones a los muchachos y a los niños de nuestros barrios.

¿De que murió Chema, Hernando, Ivo, Florencio, Alejandrino?

Chema Méndez: “El hijo del magistrado, que colisionaba como una fiebre de espumas contra la urgencia incombustible de su talento”; Ivo Díez: “Todo en casa era hombre de alegría, esa intensidad interpretativa”; Nicolás Hernando: “Invencible voluntad de ir siempre un poco más allá”; Florencio Martínez: “Llave maestra para el alunizaje perfecto en el sentido común”; Pedro Alejandrino: “Halo de profeta que declama desde la tundra del libro de texto”, a quien introduje en el Diccionario Biográfico Español, de la RAH.

¿De qué murió Grande, Cantón, Oreja, Cayetano, Tirso?

Tomás Grande: “El humanista forjado para las aulas y el diálogo con los mejores pedagogos del Pas: Bronco, Tejera, Braido”; Félix Cantón: “Matriculado en la bondad prolongada, en la leyenda de ser él mismo”; Teófilo Oreja: “El pedagogo tenaz donde la fiereza educada alcanza grados evangélicos”; Cayetano Álvarez: “Encanto evocador de la paciencia y el detalle en las Librerías de León y de Madrid”; Tirso Álvarez: “Orfebre que levantó un altar callado y diario en su taller, que fue su propia sangre”.

¿De qué murió Neila, Asenjo, Pedro García, Fidel, Casado?

Ángel Neila: “Observador nato, cuya mirada modificaba lo que observaba”; Maximiliano Asenjo: “Talismán de la enseñanza”; Pedro García: “Santazo de hornacina, entre la Formación Profesional y los internados”; Fidel Montes: “Algo así como el druida sencillo y servicial de una cultura donde sólo quedaba él en pie”; Jesús Casado y Romo: “Tipo amable con esquelatura de astilla. De donde se marchaba dejaba una orfandad entrecortada”.

¿De qué murió Machado, Ortega, Uña, Pérez Alén, Pepiño, Baños?

Manuel Machado: Machi: “El mago sobresaliente como un cañón de luz”; Pablo Ortega: “Lleva en la mirada el asombro estremecido de una generación entera”. Avelino Uña: “Todo en él tiene algo de acontecimiento. Llevaba dentro la molécula invasiva del taller”; Antonio Pérez Alén: “Decididamente rompedor. Ciegamente estudioso. Altamente inteligente. Fue uno de esos seres dotados con una pericia singular para el éxito; José Pérez Vázquez: Pepiño: “Talento y ocurrencia sin hora”; José Antonio Baños: “Ese arpegio de aceros”.

¿De que han muerto los 21 salesianos del COVID-19?

De su propia vida. En una de sus búsquedas, allá por la posguerra, encontraron a Don Bosco y la calentura del hallazgo les inundó las sienes. Comprendieron entonces que su realidad también podía ser un puente a construir para los niños y los muchachos de las clases populares. Pupitres y pizarras. Tizas y caligrafías. Talleres y patios entraron en sus vidas como quien busca un cobijo para todos contra las tormentas, mientras Europa se iba jodiendo al galope. El nazismo devastaba una parte y Stalin se encargó del resto.

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