SAN BENITO: LA RUEDA DENTADA DE EUROPA

De andar y pensar   |   Paco de Coro

14 julio 2021

Se me vino la noche del 13 de julio encima, tan callando.

Mis ruidosos pensamientos me trajeron hoy a San Benito, proclamado por Pío XII y Pablo VI, “Padre y Patrón de Europa”. Y es que él y sus monjes colaboraron de forma contundente y definitiva a poner los cimientos de esa enorme realidad, todavía tambaleante, que llamamos Europa.

Europa, el grito que nos salva de la guerra.

A fuerza de gritar Europa en sueños, nos volvemos roncos por las cenizas y lascas que han acabado en esos sueños. Y el gran San Benito protector se convirtió en un soldadito centinela contra el torrente del incendio comunista o nazi que se fue deslizando por la cuesta inclinada de nuestro siglo último.

Europa, atmósfera de ruinas respiradas.

Europa, corres con la estatua abogada de San Benito hacia las fronteras del Mediterráneo como últimas barreras o primeras. Cualquiera de por allí, sin poder hacer nada, sin darse cuenta, se cría construido por muros frente a tanta invasión.

Europa, te recuerdo unas palabras de San Agustín:

– “¿Por qué te apoyas en ti, que no puedes tenerte en pie?”.

Lleva puestos los mismos ropajes sólo el tiempo suficiente, porque se volverán harapos.

Europa, eres delicada y quebradiza, contradiciendo tu robusta constitución cristiana y cultural. Posees la fragilidad de lo indomesticable.

Te corresponde, como buen guerrero, la vulnerabilidad, que te sume tantas veces en lagunas febriles, que multiplican tu hermosura, codicia constante de tus enemigos, entre el manantial de tus arenas de oro.

Amigo Javier, sobre mi escritorio un estilete cae del corazón de San Benito.

– ¿Padre San Benito –le digo– se podría acabar con la vida de Europa con la misma facilidad con la que se corta el tallo de una flor?

– Se podría. Al mínimo roce Europa sangra. A menudo se ha fatigado y los emperadores del “Sacro Romano Imperio” y los mismos obispos de roma se lo reprocharon con dureza, a pesar de lo magnánima que resultaba su extenuación.

– Circunstancia, Padre, que no ha hecho sino aumentar la hondura de su parte inmortal.

– Por eso, desde el principio, amigo Paco, los benedictinos intentamos transmitirle la necesaria ración de disciplina, trabajo y sentido de equipo.

– Pero tú no eras una persona junto a la que se cosechara el reposo. Incluso lo más liviano, en ti, carecía de ligereza.

– ¿Tú crees?

– Yo creo, Padre San Benito, que los monjes con tantas horas de oración sólo podíais fingir una gran calma que estaba destinada a emboscar el desasosiego que nuestra presencia babilónica podía provocar. No sé. Ayúdame tú.

Lo escruto, entornando los ojos, esperando que alguna noticia venga a mi encuentro. Dice:

– Mira, lo nuestro fue y es, sobre todo, algo que podríamos llamar la “racionalización del misterio cristiano”, tarea que hoy ya no podríamos emprender, ni tampoco la más poderosa multinacional.

– ¿Me estás diciendo que la más avanzada cibernética se queda pequeña ante tu poderío “electrónico”?

– Se queda pequeña, Paco. Porque el motor de mi máquina es, ni más ni menos, que el corazón. Un motor muy olvidado en aras del racionalismo industrial, oye, en el que parece reducirse al hombre a un engranaje básico, pero engranaje.

Le miro.

Nos miramos.

La reciprocidad de miradas se extiende como semilla de flores.

– Padre San Benito, allá por 1970, hice un curso de “mística” en la Gregoriana de Roma, impartido por el monje de Clairvaux, Jean Leclerq, el autor de El amor a las letras y el deseo de Dios. Nos dijo que tú descubriste, pusiste en marcha y potenciaste la aplicación técnica de la mística sin que ésta naufragara.

– ¿Demasiado? Pero…

– Pero, Padre San Benito, cuando tantas veces se habla de esa alternativa entre verticalismo u horizontalismo, como si hubiera que elegir entre Dios o el mundo, entre el cielo o la tierra, uno se acuerda que hace más de mil años –mil– tú, un monje muy espabilado y muy santo, emprendedor y místico, solucionaste el problema de una vez por todas.

– Bueno, no sé. Quizá el horario aproximado que empezamos a seguir. Nuestra “regla benedictina” es primitiva: cuatro horas para rezar, cuatro horas para estudiar, seis y media para trabajar manualmente, ocho y media para dormir y una para comer. Cuenta, y verás que suman 24.

Doy un ligero suspiro y sacudo la cabeza.

– ¿La cosa no te gusta?

– La cosa me parece elemental, incluso dura y despreciativa.

Se oye girar la rueda dentada en la cabeza perspicaz de San Benito.

– Esa mezcla, amigo Paco, produce líderes naturales, de aquellos que en medio de la multitud toman la palabra y se los llevan a todos tras de sí.

– Nunca he hecho nada similar, Padre San Benito, pero a lo largo de la vida he conocido hombres así, también entre los míos: José Luis Carreño, Luis Chiandotto, Virgilio Battezzati, y, a menudo, me he percatado de cuánto peso y superioridad me faltan a mí para ser como vosotros.

Miro a San Benito, el de los ojos del cielo y las hojas de los árboles, fijamente.

– Descendíamos, Paco, a honduras con ritos sin demasiada solemnidad, a lo sumo un órgano para nuestra liturgia sentida. “Hay que ser muy mediocre para no imaginarse muerto cada mañana” (Lidell). Nos acostábamos con la última luz del día y nos levantábamos poco antes del alba.

– Perdona, Padre San Benito, forzado por la “regla”, se fabricaba su propia sombra, respetando su posición de guardián. No hay regreso, pienso, este viaje vuestro carece de simetría, es sólo de ida.

San Benito me escucha, me sabe escuchar.

Transmite su calentura al frío y habla con el silencio hasta entender la plenitud del ser en lo absoluto.

– ¿Entonces?

– Entonces, quiero decirte que ahí está el invento de la vida, de un orden que no mata la imaginación, de un misterio cuadriculado sin cuadrícula alguna y de una mística aplicada al pan nuestro de cada día, que horneamos nosotros mismos hoy. Rebélate, amigo Paco, contra la tentación de tu propia fuerza. Cae, oye, cae, por piedad. El pan seco pesa menos. Orar sin cesar, chico, orar. Mide a Dios con un pañuelo de bolsillo y ora. Los insectos también rezan.

Amigo Javier:

Bien entrada la noche del día 13 de julio mudé mi desgana en ebullición.

El hacedor de Europa siente el pecho inquieto, porque lo golpea el corazón perdido y la agresividad encendida en la continuidad de mil años.

– Penetrar en tus monasterios, padre San Benito, es penetrar en una vastedad desconocida, para mirar, con ojos doloridos, los rincones más destacados del alma europea y abrazar las torres de Dios. Los cipreses de Silos, Montserrat, El Paular, Samos, Leyre, Valvanera, Estibaliz, Lazkao, Santa Cruz del Valle de los Caídos, son altos, robustos de llamas, astros y madreselvas.

– Supe, Paco, de tu obstinación compartida entre El Paular y Burgohondo, del 1975-78, en fines de semana con los muchachos de Salesianos-El Paseo para alabar los pueblos y las cosas sencillas, lejos de presunciones y soberbias.

– Cierto, nuestros “findes” en El Paular durante tres días y algún puente de cuatro consolidaban amistades. Había casi tiempo de habituarse y querer vivir allí para siempre. Volver a partir el domingo para Madrid contenía una pizca de exilio. De hecho eché de menos por espacio de un par de años o más a Cavero, Arcas, Acuña, Higuera, Agustín, Añez, Mondéjar, Ferriol, Ocerín, Puebla, Cob, Castrillo, Peletero, Guerrero, Los gemelos, Nieto, Espáriz, Mingo, Sanfiz, Zugasti, Casado, Aviñó, Avello, Molina, Patricio, Madera, Leiva…

– ¿Y tu venida, casi, periódica al monasterio de la Santa Cruz del Valle?

– Padre San Benito, la Santa Cruz es un trozo de herencia. Es el punto de unión con nuestra fe cristiana. Siento la obligación de conocer y hacer conocer lo que ella significa y de apoyarnos en ese signo. Nuestro aliento se carga de una dureza que contiene bendiciones a la vida y maldiciones que comporta esa vida, una calma y también un impulso.

– Y te acercaste al musgo espeso de las piedras seculares de mis monasterios de Montserrat, Estibaliz y Lazkao

– Cierto, cierto, en los tres monasterios para consolidar, con voz límpida y aguda, mis seis exposiciones de las que fui comisario y factotum: Los Judíos, Los Inquisidores, Los Carlistas, Los Masones, Los Ejércitos, La Historia postal de la primera guerra carlista y sus respectivos libros–catálogo en Vitoria-Gasteiz, con Sancho el Sabio. Miraba a lo lejos, más allá del presente de la Kutxa Vital y por eso acudía a tus monasterios: sus bibliotecas, sus archivos, sus museos. En mis oídos sonaba el gregoriano y el zumbido del florecimiento de sus árboles. El canto de tus monjes se convertía en una lengua, en la que sólo es posible alabar. Ella sabe coger las heridas en la mano.

– Amigo Paco, “No estamos aquí por ningún fin, a menos que podamos inventarlo”, le hace decir a uno de sus personajes Kurt Vonnegut. Me parece que ahí va la cosa de nuestros monjes, pero de otro modo: estamos aquí para un fin muy concreto, y ese fin marcado por muerto buen Dios tenemos que reinventárnoslo cada día. Nosotros lo hicimos. Yo lo hice. No marqué un camino, sino un modo de hacer caminos. Un fundador no marca un camino, sino un modo de hacer caminos. Al colgar el artículo de hoy este estilete cayó del corazón de San Benito.

Se oye girar la rueda dentada de la cabeza del santo como recalculando la ruta.

1 Comentario

  1. Boris

    San Benito, hoy, patrón contra el torrente del incendio de Cuba.

    Responder

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