San José María de Lavapiés

De andar y pensar   |   Paco de Coro

27 abril 2018

Y de Tribulete, Amparo, Doctor Furquet, Embajadores, Argumosa.
Calles a las que salía el apocalipsis por la boca, incluso cuando querían ser amables, a principios del siglo XX.
Y de las Rondas de Valencia, de Toledo, de Segovia, de Atocha o de los atochares o espartales y hasta de los carabancheles o garbanzales.
Rondas donde todavía en la posguerra se pegaba a su piel como una grasa barata. Olores de muerte pobre.
Y de los barrios de las Injurias, Cambroneras, La Ventilla.
Barrios con niebla pegajosa, con roña fría y tristona que envolvía nuestras rodillas y que se nos metía hasta en la cabeza. Ya los Salesianos de Atocha se pondrían a repicar sus campanetas del Oratorio. Era un repique festivo que recorría nuestros días como una alborada.
Bien.
San José María de Lavapiés. Nos estamos refiriendo a San José Mª Rubio.
Por mi parte con San José María hay un estraperlo de admiración, de afecto y de agradecimiento y por triplicado.
Primero fue mi abuela, Mamá Nona, la que me inculcó desde muy pequeño su devoción, la devoción al Padre Rubio. Mi abuela siempre vivió por encima de sus nervios, habitando en el alero de sí misma y tanto a mi madre Nieves como a mí, nos hizo más intensos, sentidos y arrebatados. Y aquí llegó el Padre Rubio a quien ella conoció y con el que se confesó cuando podía, tarea harto difícil pues lo hacía medio Madrid. Se había abandonado al azar de sus circunstancias y sufrió la pérdida hasta de tres maridos, pero supo cerrar sus sufrimientos con la fiereza de una fe sencilla y buen humor.
– Mamá Nona, ¿y qué te decía el Padre Rubio?
– Nada, nada en particular; que era una mujer necesaria.
– ¿Mamá también es necesaria, no?
– Vaya y de qué manera. Pero no era lo que te decía, Paco, sino cómo te lo decía.
Después fui yo mismo, Autónomo sólo en parte desde pequeño en mis devociones, me caló en lo blando del hueso y junto a él, en esa senda de santos, fui encontrando otros compañeros de viaje, bien pronto Don Bosco, San Francisco de Asís, Andrés Jiménez, del que ya te hablaré Javier Valiente, porque ninguno de los tres contienen una sola molécula de mentira.
Y, en fin, mis estudios de Historia y de Historia de Madrid, me llevaron hasta él. San José Mª Rubio de origen andaluz (Dalías, Almería. 22 de julio de 1864- 2 de mayo de 1929) fue icono de encuentro personal, vital y samaritano. Rico en piedad, excesivo y hasta bohemio, convirtió su vida en una obra de desinterés imperecedero. Poco conocido entre nosotros, su protagonismo entre los salesianos merece un nuevo rescate.
San José Mª Rubio desde bien temprano confesaba todos los días en la iglesia de las Bernardas, hoy iglesia del Arzobispado Castrense, en la calle Sacramento. A esas horas era uno de los inquilinos más beneficiosos de un Madrid un poco loco tomado por los cosacos del frío y algún que otro maldito del alcohol.
En ese Madrid fin de siécle donde los sueños aún podían ser ciertos muchas mañanas se acercaba al confesonario del padre Rubio una dama insólita y muy piadosa: María Paz Sánchez.
María Paz encontró un cobijo en San José María contra la tormenta para aquella madurez que tenía ya algo de fracaso, como en su momento te explicaré, amigo Javier. El padre Rubio necesitaba cooperadores con el mismo ardor con que María Paz acumulaba bienes.
Lo dicho. Pudo ser en el confesonario de la izquierda de la iglesia Sacramento o en cualquier otro del barrio Lavapiés, cuando el santo le vino a decir: “¡Mira María Paz, falleció mi tutor y padre. Quedo libre para cumplir el mayor de mis deseos: ser jesuita. Si preguntan, ya sabes donde estoy. Me voy de tapadillo. Dios proveerá. Hija, estas programada para ser feliz pero atraviesas una brava deriva hecha de alguna derrota y penumbra. Tienes posibles, ayuda, ayuda a las monjas del Servicio Doméstico de la calle Fuencarral y a unos religiosos fundados por un tal Don Bosco que quieren poner casa en Madrid en medio de las clases populares”.
María Paz Sánchez trajo primero a los salesianos a la calle Zurbano y después a la Ronda de Atocha de Madrid (1899-1901). Se empadronó en la extrañeza de ser la primera cooperadora salesiana, gracias al P. Rubio. El santo creía llevar un orden puro por dentro sin darse cuenta de que su mejor talento era provocar la convulsión por donde pasaba. Su festividad litúrgica se celebra el 4 de mayo.

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