Un cuartel para oficiales

Las cosas de Don Bosco  |  José J. Gómez Palacios

14 enero 2025

Una batalla sin armas

Mi nacimiento fue la realización de un sueño anhelado por Don Bosco: un edificio para acoger a sus muchachos. Mis cimientos estaban asentados en la tierra. Mis tejados se elevaban hacia el cielo como promesas cargadas de futuro. Enseguida pasé de edificio a vivienda; de vivienda, a casa; de casa, a hogar.

Todavía recuerdo mis primeros días. Los pasos de los muchachos resonaban por mis pasillos. Cada pisada suya era la nota de una sinfonía que juntos estábamos llamados a interpretar.

Mis paredes aprendieron sus nombres propios, la cadencia de sus pisadas y el rumor de sus risas. Las oraciones que desgranaban por la noche, quedaban flotando en la oscuridad como pequeñas estrellas que iluminaban mi interior.

Nunca olvidaré aquella mañana de abril. Me hallaba contemplando los patios. De pronto, calló la primavera. Sobre las baldosas de mis pasillos comenzó a resonar el ritmo enérgico de unas botas militares. Buscaron a Don Bosco. Y, antes de que él pudiera decir nada, escuché sus palabras frías y secas. Cuando hablaron a Don Bosco, la atmosfera del Oratorio se tornó densa y amenazante: cuartel militar, oficiales, guerra, hospital, emergencia de la patria…

Enseguida lo comprendí. Tenían la intención de desalojar a mis muchachos. Sus risas adolescentes serían reemplazarlas por el trepidar de botas militares marcando el paso. Fusiles, bayonetas y municiones reemplazarían los libros de las aulas. La sangre reseca de los heridos en el campo de batalla caería sobre mis baldosas como un reguero de muerte. Y por la noche, ya no habría un titilar de estrellas menudas, sino las pesadillas de un tiempo amargo.

Cuando ellos callaron, escuché la voz pausada y serena de Don Bosco. Nunca he sabido cómo lo hizo. Comenzó por hablarles al corazón; a ese corazón que llevaban aletargado bajo sus recias casacas militares. Les suplicó que no dejaran en nueva orfandad a los pequeños que él acogía. Embelleció la realidad. Aumentó el número de sus muchachos. Disminuyó mis metros cuadrados. Dio un giro espectacular al argumento del servicio a la patria.

Y el milagro se produjo. Una hora después, los golpes secos y contundentes de sus botas militares recorrían el pasillo en dirección a la puerta.

Cuando ellos marcharon, Don Bosco se sentó en la silla del recibidor. Respiró hondo. Miró hacia lo alto. Había ganado la batalla. Y lo había hecho sin armas. Yo sonreí. Me hubiera gustado gritar: Mientras tenga a Don Bosco en mi interior seré un edificio inexpugnable. Y así ha sido hasta el día de hoy.

Nota. Abril de 1859. Don Bosco ha construido la Iglesia de san Francisco de Sales y varios edificios del Oratorio. El Piamonte y Francia se preparan para la guerra contra Austria. Una inspección del Ministerio de la Guerra acude al Oratorio con el fin de habilitar el edificio como cuartel para oficiales del ejército u hospital militar. Don Bosco consigue impedirlo (MBe VI, 180-181).

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