Este vídeo reportaje realizado por los servicios informativos de TV3, muestra de primera mano cómo los Salesianos, a través de su parroquia Sant Bernat de Claravall y de Cruïlla, su Plataforma Social, hacen un trabajo de primera línea con las personas en situación de mayor vulnerabilidad.
«Tengo un honor: ¡soy su tío!». Lo exclama orgulloso el párroco de la parroquia de Ciutat Meridiana, mientras abraza a Hicham, un joven marroquí que acaba de perder a su hermano mayor, Bachir, por suicidio. Ambos vivían en la calle. Aún con el duelo muy reciente, y para que tenga un poco de tranquilidad, el párroco le espera cada día a las ocho de la tarde y le abre las puertas de la iglesia. Se podrá estar el tiempo que necesite. «Sobre todo cuando llega el invierno no tenemos valor para dejarlos en la calle. Y entonces, a los que podemos, les acogemos», explica Domènec Valls, el párroco salesiano de la iglesia de Sant Bernat de Claravall.
Además de Hicham, desde hace ya unas semanas acogen a tres chicos más que también se encontraban en situación de calle. «¿Qué puedes hacer? Apoyar. Y que puedan hablar». Hicham, de hecho, estaba en Barcelona desde hacía muy pocos días. Había venido expresamente para estar con su hermano. Bachir dormía al raso desde hacía meses. En total, calculan que ahora mismo unos 50 jóvenes migrantes malviven en el barrio en varios asentamientos. Algunos, situados en zonas de acceso muy peligroso, bajo el puente de la autopista del Vallés y junto a vías rápidas.
«Nunca había pasado, en la zona norte», explica Mariano Hernando, educador social del centro Cruïlla de los Salesianos. «Vienen del centro de Barcelona porque no se encuentran a gusto y quieren un lugar más tranquilo. Aquí, cerca de la montaña, se encuentran mucho mejor».
Pisos vacíos y jóvenes en la calle
La imagen de puertas tapiadas, ladrillos en las ventanas y viejas cintas policiales en bloques de pisos se repite en Ciutat Meridiana. Es el rastro de los desahucios en el barrio, donde un tercio de los inmuebles son propiedad de los bancos. «Pisos sin gente, ¿dónde se ha visto? Los pisos son para las familias», reivindica Hernando, mientras recuerda a Mina, una vecina que fue desahuciada con sus hijos hace unos meses y de la que ahora ha perdido la pista .
Imad, Said y Abdullatif han encontrado una casa abandonada donde se sienten más seguros y al menos no duermen al raso. «Somos cuatro chicos», dice Said, de 25 años. «Abrimos la puerta de la casa y fuimos sacando los escombros que había». «Barcelona es una ciudad grande, donde es más fácil conseguir cosas para vivir… Te puedes buscar bien la vida», explica Abdullatif, de 36 años. Todos ellos provienen de Marruecos y han llegado a Cataluña después de un largo periplo migratorio. Primero volaron hasta Turquía, donde, a diferencia de España, pueden hacerlo porque pueden conseguir un visado. Y después atravesaron Europa entera en tren, autobús o incluso a pie. Sin embargo, no esperaban que al llegar deberían dormir a la intemperie.
«No estoy a gusto…», dice Imad, de 26 años. «Ahora viene el frío, todo el mundo lo pasaría mal con estas condiciones, sin luz, sin agua. No hay seguridad, en la calle». Y así deben pasar tres años, desde que se empadronan, hasta que pueden optar al primer permiso de trabajo. Es la misma historia que se repite desde hace años y que les empuja a la exclusión y la irregularidad.
«Es evidente que si acompañamos e invertimos más en el acompañamiento de estos jóvenes, esto tiene un retorno. Pero también hay unas cuestiones que deben resolverse a nivel normativo que están haciendo de obstáculo», dice Sònia Fuertes, comisionada de Acción Social del Ayuntamiento de Barcelona.
Desde el centro Cruïlla, sin embargo, echan de menos una mayor implicación de las administraciones. «Hacemos lo que podemos, pero necesitamos más dinero, más recursos, más manos. Las ganas ya las ponemos nosotros», reclama Juanfra Carrasco, educador social del centro Cruïlla. Algunos de los jóvenes tienen mayor suerte. Mientras esperan la posibilidad de regularizarse, estudian y arreglan bicicletas para la gente del barrio en las instalaciones de la parroquia.
O Anouar, de 26 años, que vive en un piso que el propietario le ha alquilado a un precio asequible, obviando los precios actuales del mercado. Desde aquí, no olvida los meses que ha pasado en la calle. «Para mí es tan normal pensar en la muerte… Porque dices, qué haré, no valgo nada, no tengo nada, qué perderé… Si no estás fuerte, piensas en la posibilidad de suicidarte», explica.
El cuerpo de Bashir fue repatriado una semana después de su muerte, a finales de septiembre, gracias a que la mezquita del barrio logró reunir 3.000 euros de donaciones de la comunidad islámica. Y también el barrio le ha recordado para que su muerte no caiga en el olvido. «¿Cuántos más deben morir por el abandono y la no acogida digna?», escribían en una pancarta.
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