Monólogo prohibido: En el asesinato del salesiano César Fernández en Burkina Faso

De andar y pensar   |   Paco de Coro

21 febrero 2019

Me siento en los escalones, sin entrar.

            Son las cinco de la mañana. Todavía está oscuro. Se oyen ruidos extraños, ruidos que durante el día no se oyen. Bummmm. Así, como briznas de cosas que se hubieran quedado rezagadas, y ahora se dieran prisa por alcanzar el mundo para llegar puntuales al alba, al trabajo, a la oficina, al colegio, a la facultad, hasta el seno del mismísimo ruido planetario.

            El ruido planetario.

            Circulan veloces los taxis por la Ronda de Atocha.

            Este año el viento estremece más las banderas que las faldas y necesitamos estar en nuestro sitio. “Siempre hay algo que se pierde por el camino”, pienso. “Pero claro, así nunca se llega a ningún sitio”.

            Las sirenas de la policía desestabilizan las prisas de transeúntes aislados.

            Sigo sentado en los escalones de la parroquia de María Auxiliadora, sin entrar. Todavía no han abierto. Me sumerjo en los linchamientos del sonambulismo digital.

            Sería todo mucho más sencillo, amigo Javier, si no nos hubieran vinculado esa historia de llegar a algún sitio. Bastaría, digo yo, con que nos hubieran enseñado, sobre todo, a ser “felices” permaneciendo inmóviles. Todas esas narraciones sobre nuestro camino. Encontrar tu camino. Ir por tu camino. Este o aquel es tu camino.

            Escucho ahora las gualdrapas ciegas del amanecer esperanzado sobre los balcones, las terrazas, los escaparates.

            A lo mejor –me digo- estamos hechos para vivir en una glorieta (Lavapiés, Beata Ana, Legazpi, Luca de Tena), o en un jardín público, allí, así, quietos, muy quietos, dejando pasar la vida. A lo mejor, somos una encrucijada. No sé, quizás, dudo y el mundo necesita que estemos quietos, que estemos ahí, que sería un desastre que nos marcháramos, llegado un momento, ofrecida una tentación, por nuestro camino, ¿qué camino, Javier? Los otros son los caminos, yo soy una glorieta, una plaza, no llevo a ningún sitio, soy un sitio.

            Que hay que ser como Don Bosco, dicen unos, nunca como Don Rua, añaden otros. Que hay ser como Francisco Javier, nunca como Ignacio de Loyola, añaden otros. Que hay que ser como… Estalla la noticia: “Muere asesinado el misionero salesiano César Fernández Fernández. El trágico suceso se produjo pasadas las 15:00 del viernes 15 de febrero tras recibir tres disparos durante un ataque yihadista perpetrado a cuarenta kilómetros de la frontera sur de Burkina Faso”.

            Ahí es nada y tal y qué sé yo.

            Ante el fuego de la existencia y la oscuridad restallada descubro en los latidos del corazón roto y las venas insólitas –esas que no encuentra la enfermera al hacerme la guía- el esplendor del incendio. Sostengo entre mis manos mi cabeza transformada y enclaustrado me abrazo a la joya tan frágil del asesinado Don César. Hic digitus Dei est/El dedo de Dios está aquí.

            No hay derecho, esas aves carroñeras, de rositas, unas veces en París, otras en Barcelona, otras en El Cairo, otras en Madrid, me cisco en la primavera que llega, las rebajas en El Cortes Inglés que se acaban, España que se rompe como un souvenir, la propaganda infame “de las tres comidas al día” de los venezolanos, el triunfo tan cacareado de Trump levantando muros, los clarinazos del Brexit, intermitentes y opuestos, y las mentiras creíbles o increíbles de políticos sin escrúpulos.

            ¿Por qué me gusta hablar solo por la noche? ¿Está seguro, Paco? El otro día una señora de mediana edad, me interpeló, de bruces, en El Retiro, diciéndome: “No sabe, señor, lo que gusta ver a los ancianos hablar solos”, ¡Habrase visto! ¡Cuscumia semejante!

            Amigo Javier, ¿por qué será que les tengo tantas ganas a esos caraduras jovenzuelos políticos con nostalgia de trincheras? En fin, pero eso sí, como un señor, con palabras ocurrentes, con un par de sí bemoles, sin faltarle a nadie, ¿eh? Con educación de posguerra, ¿cabe más? Me cisco en el Gato con botas y en Caperucita Roja –bueno Azul, que nosotros a Caperucita la tuvimos que endulzar y colorear de nuevo–, poner las íes sobre los puntos, nada de radicalismos, que no nos confundan con las extremidades.

            Sigo enclaustrado y abrazado a nuestra joya: Don César.

            Es como recargar las pistolas después de un duelo. ¿Tú qué dices, viejo amigo Javier?

            Pienso en entrar ya en casa y en irme a dormir. Había salido con el relente de la noche en busca de un par de amigos que duermen en los portales o en locutorios. Las estrellas ilícitas –esos faroles de barrio- oscurecen las noches de mis sueños y sé que me queda algo de lo que fue quemazón y con los años se hizo brasa: aquel sacerdocio con 26 años primerizo e inocente y este con 78 quemado de biografía.

            Buscamos hoy los discípulos de Don Bosco “el tipo de salesiano que quieren los jóvenes”. Una verdad como Dios manda, no una verdad completamente semidesnuda, a lo Elsa Pataky, y ya puede decir el tribunal supremo misa, para peligro islámico, quizás esos políticos con trincheras de libro, que son de España entera; ¿Por qué les tengo tantas ganas a esos políticos? Hombre, al Bin Laden también le tenía y Al Qaeda y al Daesh ese, pero más a esos populistas, para qué te voy a engañar, es algo que me supera, será la confianza del paisano, el pollo casero, pero tengo que controlarme (¿controlarme yo? Si no lo digo ahora con 78 años, ¿cuándo lo voy a decir? Me cisco en las migas de Pulgarcito, con control, eso sí, sin perder los estribos, sin perder el jinete, como matizaba Don Mariano; que qué Don Mariano iba a ser, pues Rajoy, que hay que recordarlo allí, haciendo Historia, que así y así, vamos al desastre, Javier, y lo demás es demagogia podrida, esas bobadas de las igualdades.

            Me asomo al abismo de los jardines en vilo de la entrada al Caixa Forum, mientras desgarra ya los labios del amanecer.

            El salesiano Antonio César Fernández ha sido asesinado.

            Ahí es nada y tal y qué sé yo.

            A fuerza de verle allí, en Burkina Faso, en Togo, en África, cada día, durante meses, cerca de cuarenta años, se había convertido en una parte del paisaje, como un árbol, o un puente sobre el río. A la tercera petición para ir a misiones, fue la vencida y una vez allí lo comprendió todo de repente, en esa claridad de las noches africanas: inmóvil, reluciente, amarillo: desde siempre ya no era algo que esperaba partir. Pese a diez años de padre-maestro de tantos salesianos jóvenes, él no llevaba a ningún sitio, era un sitio. Que “qué tipo de salesiano quieren los jóvenes hoy”; pues el que queríamos ayer y el que querrán mañana. Ayer queríamos al santazo de Andrés Jiménez, asesinado por la espalda de tres tiros, junto al Henares, en Guadalajara, en 1936, y hoy al santazo de Antonio César Fernández, asesinado después de otros tantos disparos tras el verde del bosque, en la frontera de Togo con Burkina Faso, el pasado 15 de febrero.

            Escucho la voz salmodiadora del marfil. Me zarandea el tiempo pálido y tallado de febrero. Enclaustrado en mí mismo, me abrazo a esa joya tan frágil de Don César asesinado. Gracias, Buen Dios, vaya regalo que has hecho a la Iglesia y a los salesianos. Era el momento. Gracias, Don César, “fuego tallado, buril y cristal de roca”, como en los Diálogos del conocimiento de mi jamás olvidado Vicente Aleixandre. Gracias, Don Andrés, cuerpo que fluyó, mártir, en el kilómetro 52 de la carretera de Guadalajara a Madrid. Los dos, caligrafías del fuego. Los dos, un sitio. Los dos, una encrucijada.

            Es ahí y en vosotros donde contemplamos el mundo, el ayer, el hoy y el mañana.

            Traen tus restos para ser enterrados en Pozoblanco por petición de tu familia. Lo siento. Te habías convertido en una de esas cosas cuya función es permanecer, mantener asidas con fuerza las raíces de algún pedazo de mundo, porque eres un sitio… Se abre ante el nuevo día el hervor del horizonte. Vuelvo a sentarme en los escalones de nuestra parroquia de la Ronda de Atocha, aunque no las tenga todas conmigo, poca gente callada, observándome en silencio, solo, ya sólo falta que lleguen las elecciones, ¿elecciones?, grunt, glomp, glups, no me fío demasiado de las elecciones. ¡Javier, Javier!

Posdata: Amigo Javier, he tenido que corregir este monólogo prohibido, porque había introducido demasiados tacos personales para mí mismo. Ruego que si queda alguno, me disculpéis tú y el lector atrevido.

2 Comentarios

  1. Antonio

    Don César «era un sitio». Consternación en la familia salesiana.

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  2. PepeG

    Me quedo con lo siguiente:
    “Gracias, Buen Dios, vaya regalo que has hecho a la Iglesia y a los salesianos”.
    Y los frutos de su ejemplaridad los va a dar Dios bien pronto.
    Solo hay que estar alerta para verlos…

    Responder

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